“Amo la canción francesa”

No es francés, pero casi. Su padre, un ingeniero nuclear tucumano “francófilo y existencialista”, como lo define él, le contagió amor por tal cultura y el destino le levantó la barrera para comprobarlo. Pablo Krantz no solo estudió en un colegio francés de Buenos Aires, canta y escribe en francés y vivió en París seis años, sino que publicó discos y libros en ambas lenguas, latidos y geografías. Los más recientes son Pequeñas reflexiones sobre el universo, el tiempo y mis discos favoritos, en formato libro, y Vivo en mi cabeza pero con vista al universo, en soporte CD. “Algunos me conocen como músico y otros como escritor, y no necesariamente a todo el que me conoce como músico le va a gustar lo que hago como escritor, y viceversa. Pero, para mí, la música es muy importante… Me interesa que los discos tengan mucha riqueza tímbrica e instrumentos distintos, que se combinen influencias y estilos. Es la ventaja de cuando uno hace canciones: se pueden hacer de cualquier manera, porque la canción sobrevive a cualquier mutación”, introduce el hombre, y para muestra basta el flamante disco, que presentará mañana a las 20, jugando de local. O sea, en la Alianza Francesa (Córdoba 946).

El disco refrenda lo de ambas lenguas, además. De las doce piezas que lo pueblan, la mitad es en francés. “Siempre tuve mucho amor por la canción francesa y me di cuenta de que cuando hacía lo mío, venía más de ahí que del rock argentino, porque hay mucho uso de la ironía, de mezcla de humor y melancolía. No es que no haya cosas humorísticas en el rock argentino, claro que las hay, lo que pasa es que son directamente graciosas. Y después está lo serio… pero no hay cosas que jueguen con los dos estados”, desarrolla Krantz, cuya última y ecléctica entrega musical brilla en varios temas, pero en uno en especial, “Scarlett Johans-song”. “La letra no es mía, sino de un guionista francés amigo que me la mandó para que yo la musicalice. La verdad es que la dejé de lado y después la retomé: le puse ese riff que parece de blues, o una onda Tom Waits o Nick Cave, y cuando le mandé el mail para contarle me contestó al instante: ‘Sabés que acabo de soñar que encontraba las fotos porno de Johanson online mientras vos componías esa canción’”, se ríe Krantz, que coprodujo su disco con Manza Esaín e invitó a Federico Ghazarossian, Juan Marioni y Flavio Casanova, entre más.

Otras de las piezas que brillan son más argentinas. “El bar de la última oportunidad”, por caso. O “La penúltima Rolling Stone”, una historia rabiosa pero empática, impecable. “En realidad sería la penúltima rolinga, y es una canción plagada de rencor. De hecho, la compuse y después no sabía muy bien qué hacer con ella. Pensaba que a nadie le iba a interesar, y pasó lo contrario. Todo el mundo me decía ‘estás hablando de mi ex’”, se ríe Krantz. “Y la del bar empecé a escribirla en los años ’90, en base a salidas a un bar que se llamaba La Luna y que quedaba en Cabrera y Medrano, donde solía ir seguido a tocar o a estar ahí. Cuando terminaba, nos íbamos con amigos a otro bar, a las 4, 5 de la mañana: ese era el bar de la última oportunidad.”

–“Basta de hablar de grupos, basta de hablar de mujeres…”.

–Grupos en el sentido tanguero de engaño, también. Bueno, recuerdo que esa canción nunca prosperaba. Tenía mucha letra escrita, pero no lograba musicalizarla. Después, cuando volví de Francia en 2002, sucedieron cosas semejantes con otro amigo más escandaloso, de esos que te hacen pasar vergüenza en la madrugada (risas), y terminé de componerle la canción a él. Habla sobre eso, sobre el momento en el cual uno no quiere admitir que la noche ha sido un fracaso.

–¿Por qué hacer una versión de “Corazón valiente”, de Gilda, en francés y en clave de rock?

–Me la encargaron para una película (El crítico) y la verdad es que empezó siendo algo bien canción francesa, bien balada. Pero después quise hacer algo en el estilo “Runaway”, de Del Shannon, o “Solitary Man”, de Neil Diamond… Como una mezcla de rockabilly y country, también algo onda Los Lobos, y por eso lo convoqué a Flavio Casanova. No sé, es la canción que llama más la atención.

–¿Cuál es la respuesta argentina, en un país tan inglés para el rock, cuando usted aborda el género en francés?

–Funcionó desde que en Francia empecé a componer en francés y no me hice más preguntas. Cuando volví, saqué el disco de 2007, armé una banda para presentarlo y solo cantaba en francés. Y creo que interesó por dos razones: por el amor que hay acá a la canción francesa –no es como cantar en holandés o rumano– y porque justo en ese momento había renacido ese amor.

–¿Cómo es esa historia de su padre que se le pegó a usted?

–Mi viejo se recibió de ingeniero a fines de los años ’50, trabajó en Atucha y se fue directo a París. Vivió dos años gloriosos en plena época de oro del existencialismo, del teatro francés, en las épocas en que Sartre y Simone de Beauvoir estaban en ciertos cafés y él iba a espiar a ver si los veía. Quedó enamorado de Francia y me lo trasmitió. Como dije, siempre tuve un acercamiento con la canción, la historieta y el rock francés.

–En la Argentina suena más familiar la canción francesa que el rock francés.

–Lo que pasa es que Francia es un país de solistas, porque al francés que va a un show no le interesa tanto el sonido de banda, sino el universo del cantante, sus letras. La gente va a los recitales para entrar en comunión con el cantante, para escuchar sus historias. Por eso, en general, las canciones no tienen estribillo, porque es como repetir lo que ya se dijo. Pero, a la vez, hay una tradición de rock que arranca en los ’60: hay mucho garage, beat, etcétera, que siguió con el tiempo, aunque aquí se conozca poco.

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