Mas noble te da su gentilicio
después de los múltiples excesos…
Genaro Huacal
Supongo que a todo borracho le ha sucedido alguna vez: aquél bar que solía ser de su preferencia, amor de sus alcoholes, desaparece de pronto o simplemente un día después de una muerte anunciada, incrédulo, arriba uno, y ve aquella esquina demolida o un simple anuncio de “cerrado por cambio de giro”.
En Monterrey mis bares favoritos han ido desapareciendo al paso de los años. Uno suele ser muy crítico con su bar predilecto, jamás piensa uno que extrañará una cantina, nadie sabe lo que tiene…; así recuerdo que siempre reclamé que en uno de ellos siempre sirvieron el tequila en los vasos más pequeños; en otro que barrían y trapeaban a la hora de más clientela; en otro más que veían la tele en vez de atender, etc.
Mis bares favoritos jamás fueron en realidad muy populares, ni siquiera muy buenos. Pero en el momento en el que esto escribo, ninguno existe más; y me he propuesto recordarlos con música que, de cierta manera, está relacionada con el giro y la época en que fueron mi refugio.
Unos los extraño por sí mismos, algunos otros por las historias; de romances, rupturas, experiencias varias de índole política, creativa y hasta cívica porqué no decirlo; en algunos bares escribí poemas o simples listas de deseos, leí libros reveladores y periódicos vociferantes; tuve algunas epifanías, aprendí de los besos y de las amenazas de muerte, pero sobre todo en los bares oí música y canté y aprendí a beber.
Hubo un tiempo en que tenía dinero para invitar a los amigos y en otros supe lo que era emborracharse a la salud y con el dinero de extraños; sobra decir que esta última experiencia se ha sostenido de alguna forma hasta la fecha, ya que en las garras del desempleo jamás, sin embargo, me ha faltado un alma caritativa, amigo cercano o lejano que no se pague unos tragos.
Mis primeros sueldos me los gasté en una cantina y también escarbé las últimas monedas desperdigadas en toda mi casa para poder completar una cerveza; con gusto despilfarré dinero que no debía, y con poca vergüenza también me fui sin pagar la cuenta en varias ocasiones; pero el amor por un bar te hace regresar, saldar las deudas y comenzarlas y recomenzarlas de nuevo. En el bar siempre cae uno en los mismos errores aunque intente cometer algunos diferentes.
No recuerdo muy bien cómo era aquel texto de Eusebio Ruvalcaba que decía que hay borrachos que prefieren la barra porque les gusta imaginarse que todas las botellas que tienen enfrente son suyas, yo tengo que confesar que en los bares que mencionaré, de alguna manera hubo un momento en que el lugar, los parroquianos, el mesero o el cantinero me hicieron sentir como si aquello fuera realmente mío.
La Cabaña
La Cabaña fue el restaurante bar en donde mis papás hicieron la recepción de su boda, y como tenía un ambiente familiar, durante mi niñez la frecuentamos los fines de semana para ir a cenar. Mis padres siempre bebían el famoso Tarro Cabaña, que era de talavera con la inscripción del lugar.
Cuando mi primer trabajo, que fue justamente de periodista en el desaparecido periódico El Nacional, La Cabaña quedaba a dos cuadras de la redacción, así que algunas tardes entre semana era parada obligada antes o después, o antes y después de ir a escribir las notas.
Ahí me encontraba a Jorge González, un profesor de la carrera de Letras de la facultad de Filosofía donde en esos días estudiaba yo. Jorge era un gordo amabilísimo y culto que, a pesar de que no era muy expresivo, iba afinando la anécdota bebiendo tequila con un chaser de cerveza.
A Jorge le debo el aprendizaje de dicha combinación además de que cuando murió entendí el valor de beber solo y de aprovechar los momentos del día en que la cantina está vacía para hacerla nuestra; cosa que otro maestro cantinero y poeta Genaro Huacal me confirmó hace apenas unos años; uno va prescindiendo de la compañía por previsión de daños a terceros.
El dueño original de La Cabaña, un tal señor Ancira, se dedicó a dirigir ya hacia finales de los 90 el Instituto Nacional de la Senectud en Nuevo León; hasta la cajera era la original de los años 60 y ni así los hijos repararon sobre la importancia del lugar y no quisieron continuar con La Cabaña, que estaba en el corazón del centro de la ciudad: Matamoros entre Cuauhtémoc y Pino Suárez.
Una cadena de restaurantes de mariscos que se expandía en esos días compró la propiedad y renovó el lugar; durante los primeros meses conservaron inclusive los famosos Tarros Cabaña, primero aún los llenaban de cerveza, luego los pusieron a la venta; mi error fue no comprar uno para el recuerdo. Sería allá por el año 2000 cuando La Cabaña dejó de existir.
Continuará…
@antiguoautomata