¿Te ha ocurrido, querido lector, que por momentos sientes o consideras que no naciste en el momento adecuado, es decir, que la época que vives no es la tuya? A mí me sucede con cierta frecuencia, lo cual desespera a mis allegados y, debo confesarlo, en ocasiones también a mí. Padezco de una predisposición a la nostalgia que se agudiza con facilidad al volver la mirada atrás o, simplemente, al evocar ciertos momentos en los cuales la engañosa maquinaria de los recuerdos insiste en venderme la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Sé perfectamente que no es así, lo cual, por desgracia, no me sirve ni de consuelo ni de aliciente.
Hace unas semanas llegó a mis manos un libro que actuó como una máquina del tiempo y elevó mi melancolía a un nivel de dolor casi físico: Tengo que morir todas la noches, de Guillermo Osorno (Debate), una crónica de los años 80, el underground y la cultura gay en el Distrito Federal. Decir que la obra de Osorno es importante sería decir poco; la investigación, el análisis y el registro -tan puntuales, objetivos y rigurosos como lúdicos, gozosos y fulgurantes- que el autor realiza de aquella época en la capital del país son imprescindibles para dimensionar en su justa medida los años 80 y todo aquello que los construyó, que paradójicamente, también fue lo que los destruyó.
El ojo del huracán en la obra de Osorno, quien fue columnista de este diario, no podía ser otro que el legendario Bar El Nueve. Las historias estrambóticas que se cuentan de dicho lugar; los sucesos que edificaron la mitología del DF y Acapulco, convirtiéndose con el paso del tiempo en leyendas urbanas; los escándalos transgeneracionales que nos siguen divirtiendo; las conquistas logradas en el árido terreno de la equidad; el relumbrón de los travestis, la comunidad gay y los monstruos sagrados del espectáculo; el inigualable cocktail social preparado a base de old money, nuevos ricos, chacales, tipos guapos, niñas bien y la gente más interesante de todo México; la sofisticación de la vida nocturna habitada por las grandes figuras del arte contemporáneo y la literatura; el temor provocado por la aparición del SIDA; el delirio ocasionado por la cocaína, combustible de toda una generación que hizo del insomnio su credo y de la noche su hábitat natural; la energía rupturista de todos los grupos de rock que ahí se presentaron, compartiendo el escenario con espectáculos de cabaret y perfor-
mances… Eso y más fue El Nueve, un espacio que a golpe de innovación, notoriedad subterránea, perseverancia y una pizca de maldad se ha convertido en referente de los años 80 en nuestro país.
En el núcleo de aquel mítico club -comandado por Henri Donnadieu y Manolo Fernández– pavoneándose como una emperatriz plenipotenciaria de todas las tribus urbanas, sin importar el código postal al que pertenecieran, la moda avanzaba a paso batiente siguiendo el ritmo de las últimas tendencias: punk, new romantic, gothic, glam, kitsch y un abigarrado collage que no descartaba las posibilidades del feliz amasiato entre las lentejuelas VIP y la democrática mezclilla.
A través de este libro descubrimos un momento histórico en el cual se sucitó la originalidad vestimentaria en una era sin HM, un estallido de autenticidad estética previa a la monarquía de Zara y otras firmas de low-cost. Fue un periodo en el cual la necesidad de expresar los microcosmos personales a través no sólo del quehacer artístico y el desfogue nocturno, sino también de la imagen, fueron las luces de neón y los rayos láser que iluminaron el dress code de aquel inolvidable bar.
“Si uno presiona a Henri [Donnadieu] a que juzgue las aportaciones de El Nueve, él asegura que, muy a su manera, entre gays, travestis, alcohol, drogas y rock, el bar contribuyó a la democratización de la cultura y las costumbres del país; lo hizo más plural, más tolerante. Y yo añadiría, más interesante”, apunta Osorno en el prólogo de su obra. Es verdad. Cuando paso por el número 156 de la calle Londres, en la Zona Rosa, dirección en la que de 1974 a 1989 se ubicó El Nueve, una ráfaga de nostalgia me traspasa, congelando al instante mis lágrimas, sonrisas y recuerdos ochenteros. No me detengo, sigo de frente. The Show Must Go On, y yo también.