Un hombre entra al bar de un pueblo a tomarse un whisky. Se sienta en la barra y por dar conversación le dice al dueño que es el nuevo sheriff y que llegó un día antes para saber qué se cuece por allí.
Cuando están en la mitad de la conversación, dos ladrones de poca monta entran en el bar a robar. La cosa se complica, disparan al sheriff y éste muere.
Sobre la marcha, otro hombre (que no sabemos quién es) decide que ocupará la identidad del fallecido, con la complicidad del amo del bar.
Así retrata el diario El País el inicio de la primera temporada de Banshee, con un equívoco oportuno que da pie a un sinfín de violencia y crímenes de manos de un amish sociópata, un asesino bajito, dos ladrones profesionales, un hacker gay, una docena de cabezas rapadas, indios terroristas, militares corruptos, traficantes de droga… al punto de que viendo el tamaño del pueblo se hace difícil entender que haya tanta gente allí.
Todos están como cabras y lo único que les hace falta para empuñar un bate de béisbol y arrancarte la cabeza es que llueva o que haga demasiado calor.
En Banshee todos enamoran a todos (los parentescos son un detalle sin importancia), el sheriff es un delincuente sin escrúpulos que de cuando en cuando se las da de Robin Hood (precisamente su apellido —en realidad el del sheriff, al que suplanta—, Hood)
Hasta aquí todo bien, una serie gris en la que llueve y donde no vieron el sol desde el pleistoceno, pero en la que se pasan sudando a mares. Sin embargo, cuando uno ve que el productor es un tal Alan Ball (el de A dos metros bajo tierra y True blood) y que HBO metió mano a través de Cinemax, la cosa se pone más interesante. Y aquí viene lo bueno: Banshee funciona. Banshee es adictiva. Banshee es uno de los delirios más disfuncionales que se han visto jamás en la pequeña pantalla.