No pierdo el tiempo, pues. Reparo en una señora de rostro graso que le habla al chihuahua que porta en brazos sobre su exmarido comparándole con más de veinte animales de charca. Con posterioridad continúo adentrándome en los misterios de lo obvio al fijarme en la bravura de un borracho de barriga desbordacintos, ropa tan gastada como propia de la burguesía molinera y que parece llevar tatuado en sus mejillas el mapa de Logroño: su ebriedad es antisocial pero para sacarle a la calle hacen falta más que palabras y por eso alguien ha llamado al dueño –un resoplante, velludo, individuo de mirada afilada y sobre todo fornido aunque no con cuerpo de gladiador, sino de legionario-.
Con igual sed de sentido –soy un obseso de los pormenores o quizá alguien que se ha dado cuenta de que, como las novelas, la realidad se rige también por principios efectistas- le echo también el ojo a cierto cliente de voz seca como el whisky o como un disparo, el cual lleva puesta una anacrónica americana blanca que le quedaría mal hasta a una cebra. Lo desestimo al poco: me parece infausto en exceso y excéntrico sólo por fuera.
Hay aún otro con cara de acabar de descubrir que la proctología es una ciencia –éste paga las cervezas con billetes resobados- aunque tampoco me parece interesante por demasiado neurótico; demasiado hundido en lo suyo.
Harto de lo posible me he decidido otra vez por el novelista (viene mucho por aquí y, lo reconozco, me fascina este tipo aparentemente apocado, su lentitud cuidadosa, sus palabras no domesticadas, cierta vocación de aristócrata de la misantropía. Cuando conversamos lo percibo como alguien ocurrente, que no irreverente… La verdad es que me tiene abarrotado de curiosidad a causa de su literario don de forjar otros yos!).
Pulso el botón de play. Silencio pregrabado. Y comienza a sonar el primer tema de un casete de Carlos Nuñez: esa penetrante gaita celta se diría que siente el dolor del novelista –un dolor devenido, yo lo sé, del peso de las mujeres que ha sacado de su presente para trasladarlas a su pasado- y se desvive por detenerlo. Es de hecho una balada instrumental que, además de poner cierta melancolía cómoda en el aire, ahora se convierte en el refugio de dicho cliente asiduo; de esa alma que no parece de este mundo y, al mismo tiempo, lo es de forma radical.
Pero no resulta rentable prolongar, en nuestro piano-bar (La Dulzaina Bar Musical, ambiente selecto, les esperamos de martes a domingo), la atmosférica tristeza. Por eso cambio a un lúdico vinilo de Wendal. Y en el aire brilla esa otra música irlandesa repleta de variabilidad armónica que está ya transformando, entre otras, la atención de este cliente al que miro como arrobado.
Sé que él aguarda a alguien importante –se le nota, la espera es un esfuerzo casi inane-. Y lo hace así, como sin poder dejar de pensar que arriesgarse puede tener su recompensa, pero también su castigo.
Ella, belleza irradiante, gafas de espejo, pelo suelto, cuello firme, piel con personalidad olorosa como el brandy, llega como del fondo de todos nuestros sueños. Entra en el local portando colgado del hombro un estuche. Al pasar lo cambia todo de sitio. Le reconoce. Ella. Este piano-bar. Mi tráfago perceptivo en suspenso porque en verdad mirarla absolutiza el instante… Hola, qué bien está este sitio… ¿Eso crees? Pues esto no es nada: a partir de las dos de la mañana se convierte en un bingo de drag-queens… ¿No será verdad?.. Claro que no, ¿te lo has creído?
Tras las concreciones de esa cita de índole profesional –ha sido enviada a él por Alianza Editorial, según acierto a escuchar- tiene lugar un silencio adensado.
Al novelista cada vez más preso en la celda del yo le fascina, aunque lo oculte mal, su alentadora presencia –se ha dado cuenta, cómo no, de que esa dama está en posesión de un magnetismo que hace difícil que te desentiendas de su rostro y de su porte- y por eso, además de hacerle atravesar por ciertas sensaciones perturbadoras, le está invitando a experimentar calladamente la alegría y sus gradaciones. Ella –en sus lóbulos dos pendientes como dos pequeñas cosas aztecas o toltecas, como dos valiosas minucias que se le hubieran perdido a un orífice maya- es un surtidor de interrogantes. Y le parece tierno que él muestre ya sus inhibiciones con tanta nitidez. Brindan. Alucinan con los misterios evidentes de los bares de León. Y observan en una mesa lejana a un grupo de muchachos que combaten con alcohol las contraindicaciones de la adolescencia. Y en una esquina del local a una pareja que habla exhibiendo su relación volcánica. Cierta muchacha ebria no sólo de vida se alza sobre su mesa para bailar con movimientos rítmicos primero, luego enfervorecidos, ahora convulsivos… Todo el bar la mira; la miramos. Y la otra, ella, esta hermosa forastera que parece una criatura que todos hemos escrito o soñado, replica con autorreferida agudeza a la atención del novelista que muchas veces, cuando una chica se sube a la mesa a bailar, se cree la más sexy del local, pero, en realidad, lo que está es sola…
Estoy aquí una vez más alistado en la resumida realidad fantasmática de esta ciudad.
Si intentas abstraerte de la dictadura de las generalidades y tratas de percibir sin mecanismos tópicos, sin atenerte a claves convencionales, todo se vuelve hasta molestamente imprevisible.
Oteo. En los modos de la recién llegada –al posar el estuche en una silla, sentarse y quitarse las gafas ha mostrado unos ojos dos veces vivacísimos- esa seguridad que parece surtirle su no estar acostumbrada a renunciar a nada. En la expresión de él el maldisimulado estigma de sobrellevar en su corazón un daño demasiado evidente. Saca ella de su estuche colgante la cámara fotográfica.
-Ponte de pie y mírame.
Y a mí, como observador de semblantes y reacciones que toma aquí notas para nada todos los días, como maniático inspector de otros yos, me da por pensar que, a veces, para dar con un buen retrato psicológico, basta con un buen retrato físico.
Éste que le está realizando ella, por ejemplo. La fotógrafa editorial con rostro de óvalo como agudizado por la dieta no ha pedido al fotografiado que se estire el cuello del polo, se abroche el segundo botón o se ponga una chaqueta. Tampoco que sonría, que baje la barbilla o que levante una ceja; se ha limitado a decir ponte ahí y mira a cámara. Y el inexperto modelo, pese a sus evidentes miedos o quizá por ellos, se entrega al juego súbito completamente indefenso. No es el mejor día de su semblante y por eso se trata de un retrato exento de retórica el que, para empezar, le está haciendo ella a ese contador de historias de aspecto más que improvisado y que bebe con modales de injusto perdedor.
Pero es un retrato en el que parece decir a quien lo observe luego: sí, yo soy esta mirada un poco desvalida, soy estas cejas insuficientemente recortadas, soy esta rojez de mi piel moteada, sí, aquí estoy, amigos, a un cuarto de hora de la vejez por dentro, a pesar de todo lo que soy por fuera.
Ya hecha la foto, él no logra ocultarle a ella esa cara de “ha pasado el peligro pero no el miedo”. Cuando muda tan precario rictus le aparece otro que sin decirlo dice “acabo de conocerte y ya te deseo pues esto es más fuerte que yo”.
Prosiguen entre ambos las civilizadas preguntas, los datos, los retazos de sinceridad imprevista, la seducción física frente a la seducción verbal. Ambos dando aire a la conversación para disimular que se miran así, entre la música. La fotógrafa. El novelista. Curiosidad nunca inocua. Acallada sacudida de la atracción.
Él habla como quien considera un alegato contra la vida breve el comunicar sin pausa. Ella es independiente, ambiciosa, experimentadora, expeditiva y creo que piensa que el novelista le está resultando más adorable de lo que había previsto. De hecho este enigmático escritor, individuo de masculinidad heterodoxa que ahonda mediante su obra en el universo femenino, que combina descuidos y magnetismo, que ha dedicado tanta energía a escuchar a las mujeres, a valorar su fortaleza, sus ritmos, ese modo de mirarlo todo de mil maneras distintas y casi todas prácticas, esas respuestas conductuales suyas a veces tan extrañas como amar autoflagelándose, llevar cicatrices en el vestido o dormir al lado de un cañón, habla mientras la observa con equívoco afán. Y es que –lo percibo; lo sé- tanto en su entrega literaria a las mujeres como en su dar sentimental a las mismas hay una melancolía devenida de su orfandad; de la enfermedad temprana de su madre (sí, su madre, una mujer de albañil con ira de combustión imprevisible bastante querida en esta pequeña ciudad). Y es la suya una melancolía masculina que parecía irse haciendo más profunda y afilada en cada libro, en cada relación, hasta que últimamente ha desembocado en una turbación próxima a la culpabilidad…
Yo, aquí de pie frente a los equipos de música y los discos, me aplico un día más en observar a la clientela así, con lápiz y libreta a punto, y con una mirada tan mía como imbuida de esa horizontalidad que rompe jerarquías. ¡El local está repleto pero les escojo a ellos! Les observaré a ellos; a ellos escucharé. Para ellos la banda sonora del momento (con discreción compleja les miro; sí, soy un voyeur de almas, ¿y qué?) El desorden del deseo. Juego de miradas exclusivas. Él, comportándose igual que un chino que compite con el mundo en cortesía, y concluyendo que esa mujer tiene aspecto de doctora en suavidades. Y arrepintiéndose al poco como todos los esposos aspirantes al imposible don de la fidelidad. Y sufriendo pues por el miedo a sufrir; por el miedo a volver a ser desamado; a sentirse prescindible. Y viviendo más dentro de la angustia ante la posibilidad, que en su confrontación con la realidad.
-Yo me llamo Sara.
-Hola, yo soy Luis.
La música promueve la elegancia emocional; la música es leal con el momento. Y el pinchadiscos, de fondo, parece alguien admitido en las sombras. El pinchadiscos, ¿lo he dicho?, soy yo (si te has convertido en un buen observador cuya neurosis te lleva a tomar nota de toda la gente que pasa por tu lugar de trabajo, estar empleado en un bar musical del casco antiguo como éste te convierte en un obsesivo, esto es, en una persona atrapada por su propia entrega a descifrar enigmas humanos).
Pongo música lenta para poder quedarme extasiado ante las conversaciones.
Todo aquí sucede para mí.
Luis, como quien tapa sus cicatrices con medallas, emplea con predadora intención sus mejores armas verbales sin la previa certidumbre de que sara, mujer con mucha vida y de belleza inmarchitable, está también casada aunque se siente igual que un pescado capturado deseoso de quedar atrapado en cualquier otra red. Bromean. Prosiguen con ese atajo eficiente hacia el otro que es el vino y se van comprendiendo en el humor, en la alegría despejada, en dar poca importancia a las solemnidades que rodean sus respectivas profesiones; sus vidas. De pronto ella le pregunta: ¿has tenido muchas novias? Y él sabe que a esa reveladora cuestión no debe responder ahora sinceramente; por tanto bordea el charco… No, pocas. Yo es que debo confesarte que siento debilidad por las mujeres inteligentes. Normalmente ellas no me hacen ni caso, claro, y eso lo considero un gran síntoma de inteligencia… Ambos ríen, beben, brillan, comparten anécdotas. Transcurren casi dos horas que les aproximan y Sara, que dispone, y se le nota, ya de un master en la asignatura de colectivizar su deseo, le mira. Le parece atractivo en su modo de hacer gala de una inseguridad casi absoluta:
-Luis, ¿crees en la lujuria a primera vista?, pregunta ella riendo, disfrutando de escandalizarle, mientras en el semblante de él se dibuja un “tierra trágame”.
Yo, que como ya he dicho nací para mirar y no atreverme, les desatiendo un instante y detecto entre la clientela a un chico con disfraz de discoteca, y a una señora capaz de defender su bolsa de la compra con la vida, y a una dama con algo así como una plaga bíblica intestinal, y a un jubilado rollizo –entre otros excesos-, y a una manada de jóvenes duchos en el arte de cultivar la intensidad….
¡Entonces ocurre!