Después de los 40 uno sólo tiene voluntad para relacionarse con vecinos. Entonces salís a la calle y te armás un barrio de cinco o seis cuadras a la redonda. Buscás un bar para charlas y para hojear los diarios y otro para sentarte a escribir cosas como ésta. No pueden hacerse las dos en el mismo bar, porque la chica del bar de charlas y diarios merece atención (por culpa tuya), en cambio el bar de escribir cosas como ésta es un lugar distinto, donde nunca hacés sociales y sólo das muestras de transitoria urbanidad: buen día, buenas tardes, gracias. Es el bar de la meditación, si se quiere del ensimismamiento, si alguien pudiera. Por eso, en el bar de charlas y diarios saben de tus gustos futbolísticos, políticos, saben de tus hijos, preguntan cómo están, cómo estás, qué hiciste el fin de semana, etc.
Al bar de las charlas y diarios se le agradeció en voz alta que no tuviera televisor. Así empezó esta hermosa historia de aproximaciones. Decir hola es acercarse, es calidez y comentarios de ida y vuelta. En el bar de escribir cosas como ésta no se dan señales de vida. Apenas si uno respira para ordenar un café en jarrito.
El auténtico drama de este modesto procedimiento consiste en que un bar no sabe de la existencia del otro. Que al bar de charlas y diarios lo traicionás por un poco de silencio; y que al bar mudo no le contás de tu otra parroquiana vocación. Uno sabe de vos y el otro te permite creer que vos sabés de todo lo demás.
¿En cuál de los dos bares elegís envejecer? ¿Estar solo o el goce del encierro?, dudaría un Hamlet posmoderno.
Hernán Firpo
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