Barras de bar (vertederos de amor)

FOTO: Wikipedia

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Los bares, un martes cualquiera al caer la noche, son cementerios de amor donde los hombres incompletos se juntan a vivir de mentira, a beber para hidratar sus penas, a sentir el paso lento de las horas. Algunos fingen ver el fútbol por la tele sorda, otros fingen discutir de política, otros fingen darle coba al camarero, y otros simplemente suspiran atentos a la leve mortandad de los hielos, al sonido de los hielos contra el vaso, al trayecto que describe el whisky malo en sus adentros, como fuego intestinal que asola el campo del recuerdo pirómano. Beben y viven a sorbos pequeños, sin prisas por llegar a sus casas, a sus camas frías e insomnes, y por eso alargan las horas atornillados a la barra: Ponme otra, Joaquín; más de lo mismo para ser menos que antes y mañana, dios dirá. Pero no están perdidos, guardan esperanza. Bajan al bar buscando algo. Buscan, tal vez, un suspiro, o que la camarera les mire esta vez con ojos distintos a los de ayer, o les hablen o escuchen, digan algo, o compartan el mismo trozo de silencio. Por eso acuden siempre al mismo bar. Al menos se conforman con que les pongan lo de siempre sin pedirlo siquiera. Es otra forma de ansiar un hogar. Todos, en el fondo, ansiamos un hogar.

Como Claudio. El bar habitual de Claudio le pilla lejos de casa y por eso toma un taxi cada martes por la noche. El último martes me tocó a mí. Subió en mi taxi y le dejé en su portal, apenas cuatro o cinco manzanas más allá del bar de siempre. Tenía ojos de tres gintonics de los de antes, sin aderezos, pero a pesar del alcohol no se mostraba chispa, sino estoico, como un viudo profesional. Me preguntó: qué tal la noche. Y yo le dije: mentirosa, como todas.

-Bueeeno -volvió él. -Ya acabó el día.

Y lo dijo como intentando autoconvencerse de que, en efecto, su día por fortuna había acabado. Como si aquellos tres gintonics fueran la dosis perfecta para anestesiarse y no pensar al meterse en la cama. Acostarse solo en el centro de la cama, dormirse al instante y, por lo tanto, no pensar. No hablar consigo mismo. No pensar.

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