Cierra el bar La Luna y se lleva un pedazo de cielo de los años 80 …

Por Graciana Petrone

El anuncio en la página oficial de Facebook del cierre a fin de mes del emblemático bar La Luna, de Tucumán y el bajo, impactó en la vasta y diversa clientela que durante más de tres décadas pasó por el lugar. Para muchos, el espacio convertido por uno de sus dueños como “el gran living de una casa en la que la disposición del mobiliario invitaba socializar”, no fue un boliche más. Inaugurado en 1982 por Gabriel Izquierdo, luego pasó a manos de Pablo Bonilla, quien aseguró ayer a El Ciudadano que pese a los cambios sociales y culturales producidos con el paso del tiempo el secreto que hizo que el sitio fuera el punto de encuentro en la noche de distintas generaciones fue “mantener intacto el perfil que nos identificó siempre: ser fieles al rock and roll”.

“Quizás yo vivo este proceso de una manera muy diferente al de la clientela. Para mí es el fin de una etapa que abrí y cerré yo. Me llevo, incluso, los recuerdos de los amigos que hice a través del tiempo y hasta el haber formado una familia porque a mi ex mujer la conocí ahí”, contó Bonilla.

Sin embargo, quienes rondan hoy los 40 años o más sienten que con el cierre de la legendaria disco-bar se les arrebata uno de los pocos lugares que quedaban de la noche rosarina de los 80, cuando los boliches no tenían horario de cierre, no existían los after y mucho menos los celulares o las redes sociales. A falta de la tecnología que hoy los más jóvenes utilizan para organizar las salidas y las previas de los fines de semana, La Luna, durante nada menos que treinta años, junto al desaparecido bar El Barrilito, ubicado en la esquina de avenida Belgrano y Tucumán, eran los puntos de encuentro para “hacer amigos” –cerveza de por medio– y bailar con la música de Fito, los Redondos, Charly García, los Stones y hasta Los Beatles.

Bonilla contó también que se acercaron muchos compradores interesados en continuar con el bar pero que algunas propuestas eran “poner un boliche de cumbia o cualquier otra cosa que no tenía nada que ver con la impronta de Luna”. Por eso, confesó que prefirió bajar la persiana y no ganar dinero “porque el lugar iba a desaparecer de una y otra manera y el impacto para la gente de encontrarse con algo totalmente diferente hubiera sido el mismo que sienten ahora”.

Sereno, sin mostrar melancolía o tristeza, Bonilla confesó que el cierre del bar fue una idea que estuvo macerando desde hace bastante tiempo. “Fue todo un proceso que no se dio de un día para el otro. Pero uno de los detonantes fue una clausura que nos hizo la Municipalidad por tres fines de semana hace tres años, y como Luna siempre fue un bar que convocaba a la clientela por inercia, porque nunca hacíamos publicidad, a raíz de eso tuvimos un bajón del que jamás pudimos recuperarnos”, concluyó.

Lamentos en el Facebook

La confirmación del cierre de La Luna generó una inmediata reacción en las redes sociales. Habitués del bar expresaron su sorpresa y disgusto en la página de Facebook del emblemático boliche. “Una pena. Uno de los lugares donde en mi opinión… pasaban la mejor música”, escribió Matías Guzmán, mientras que Georgina Lys se lamentó: “Noooo… es un clásico de Rosario adonde daban ganas de ir”. Y algo parecido aportó Rodrigo Ortiz Acevedo: “El único lugar copado!!! no puede ser”. La usuaria Clau Mauj, en tanto, hizo un repaso: “Los que tenemos cuarenta nos quedamos sin lugares históricos de la noche rosarina… Cerró Bucanero, cerró Lefou, cambió Zeppelin, cerró Dixon. ¿Qué pasa? Un garrón, amigos”.

El hilo invisible de Tucumán y San Martín a pasaje Zabala y Sarmiento (Por Guillermo Correa)

“Es el último reducto rockero de los 80 que queda abierto. Es un competidor, pero yo siento un profundo dolor por el cierre. Es como si muriera alguien de la familia”, reflexiona sobre el mítico bar La Luna el propietario de otro boliche, menos antiguo pero acaso no menos mítico, el café Berlín. Durante años ambos fueron los dos extremos de un hilo invisible que unía Tucumán y San Martín con pasaje Zabala y Sarmiento, sobre todo para grupos de chicas que tenían franqueado el ingreso –entraban gratis– a ambos lugares, pero también para jóvenes que, aun pagando entrada, aprovechaban la consumición que venía con ella, arrancando la noche en uno y terminándola en otro. Ahora, el histórico bar del Lulo, como más se conoce a Luis Corradín, seguirá solo. “Ojalá estuviésemos a tiempo de que cambiaran de idea”, dice el empresario, que alguna vez llegó a barajar la idea de quedarse con los dos íconos rosarinos.

Berlín abrió sus puertas en 1996 y es como la continuidad de Zeppelin, a metros nada más en la misma cortada Zabala, que había abierto en 1992, pero hace ya tiempo dejó de existir. Berlín, en cambio, cumple esta misma semana sus 19 años en pie.

A diferencia de La Luna buscó otro nicho, pero compartía buena porción de clientes.

Uno ofrecía espectáculos; el otro, más que nada música. Uno era más “under” y se bajaba a un sótano; el otro, más rocker, abría su planta alta. Uno tentaba a una franja más juvenil; el otro tenía una frontera más alta, alternando a chicos que recién pasaban sus veinte con históricos habitués que podían llegar a duplicar esa edad. Pero buena parte de los clientes de uno lo eran también del otro y, como se dijo, muchas veces en la misma noche. “Pero hoy todo cambió. Antes, la geografía podía decidir la salida. Hoy se busca en internet. Ya no es la misma cultura under de los 80 y los 90 que se enteraba y se movía a través de medios alternativos”, reflexiona Corradín.

Lejos de los inicios en “la noche”, el propietario del Berlín compara a su boliche y a La Luna con una pyme. “Administrativamente es igual. Hay que esforzarse por posicionar la marca, tener presencia con las empresas, tener difusión entre los clientes”, explica, refiriéndose, por ejemplo, a las marcas de bebidas, en particular a las más fuertes, que no tendrían suficiente poder para voltear un lugar, pero sí para levantarlo. ¿Cómo? Por ejemplo con los consabidos 2×1 en tragos, promociones que las marcas comenzaron a hacer por sí mismas, más allá de la política comercial de los propietarios de boliches.

Y ese cambio total de costumbres, que incluyen la resurrección de bebidas –el Fernet en los 90, el Amargo Obrero hoy, pero incluso Cynar, Gancia y Cinzano ponen la mira en los jóvenes– también tiene otro paso marcado, que es la presión inmobiliaria.

Demasiado –o no– para el viejo bar La Luna, que seguirá así los pasos de otros boliches que sólo quedan en el recuerdo, como La Rockería, montada en una vieja casona de Weelwright y España, o el histórico El Barrilito, de Tucumán y Belgrano, una construcción todavía más antigua: ambos son hoy edificios de lujo y con vista al río, sin trazas de lo que había antes.

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