¿Cómo era el amor antes de Tinder?

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Por Ana C. Alanís

Me había graduado hacía escasos dos meses de la carrera de Literatura y había tomado un vuelo a tierras lejanas —con quien en ese entonces era mi compañera de fiestas— para respirar aires que no tuvieran nada que ver con las soporíferas clases de siete de la mañana. Tenía unas ganas tremendas de explorar el mundo con mi radar especial para localizar solteros. Sí, ése, el que Shakira usaba con orgullo en el video de Loba, su éxito del 2009: mucho culo, mucho pelo alborotado y un acento extranjero que levantaba hasta el polvo.

—Honey, if you say it again I’ll give you two. For free.

No sé a qué grado mi pronunciación jugó con la mente de ese hombre, pero a la mañana siguiente abrí mi bolsa y encontré, intactos, los 100 dólares que había destinado a la salida de la noche anterior. Encontré, también, además de mi labial y mi licencia de conducir, un portavasos de cartón con una nota en la parte de atrás: “Hope your head’s okay, Rachel. I sent you an ASW invite. Randy”.

—¿No te parece una manera muy bella de por fin empezar a vivir? —le pregunté.

Nació Raquel

En esa mi primera noche fuera de casa nació Raquel, mi álter ego. Nacieron también mis ganas de decirle que sí a todo lo que me llamara la atención, siempre y cuando antepusiera mi seguridad. Las palabras que me dijo mi madre antes de partir resonaban en mi cabeza con más frecuencia de lo que me hubiera gustado: “Y si te cortan en pedacitos abajo de un puente, te meten en una bolsa de plástico y te avientan al río, ¿qué?”. 

Gracias a Randy empecé a usar ASW (A Small World por sus siglas en inglés: una red social a la que se tenía acceso por invitación). Salí con él durante un mes, más o menos; algunas veces iba a verlo al bar y otras me invitaba al cine, a su casa, a tomar algo. A la décima vez que me vi sentada junto a él, tomados de la mano, haciendo vida de pareja, me invadió un aburrimiento inenarrable: fingí una llamada de vida o muerte, salí de su casa como si estuviera corriendo un maratón y nunca más volví a verlo.

Match.com, el papá de Tinder

Por medio de ASW también conocí a un español con el que tuve un amorío muy extraño y que me desencantó por completo el día en que se puso de rodillas en un Starbucks y me llamó “mamá”.

También me inscribí a OkCupid, me tocó ver un par de penes en Chatroulette y en una ocasión fui víctima del speed dating. Me animé a ir a una de esas reuniones en donde te sientas frente a una persona durante cinco minutos y al sonido de una campana otra persona ocupa su lugar. Van rotando, pues. Digamos que el hecho de conocer a diez hombres en cincuenta minutos hace que las probabilidades de encontrar a alguien con quien verdaderamente tengas algo en común crezcan. Sin embargo, mi sesión de speed dating fue algo diferente: al llegar al lugar —una especie de bodega oscura llena de floreros polvorientos con flores artificiales sobre las mesas— me pidieron que tomara mi sitio en el grupo de Art Poetry. Les rogué que me pasaran al grupo de los trajeados, de los tatuados, de los que venían con sus mascotas, incluso, pero como yo incluí poetry en mis intereses, terminé escuchando más de treinta poemas de señores que me doblaban la edad en tan solo una hora. 

Es mejor sin buscar

Historias como éstas tengo varias más. Sin embargo, a mi verdadero amor —con quien hoy comparto el lecho nupcial— lo conocí como a Randy, en un evento social, por casualidad, sin estar buscándolo. Eso sí, lista para empezar una relación seria y con mi radar para localizar solteros encendido: sin olvidar el culo, el pelo alborotado y, debajo de esa melena, un cartucho de conversaciones selectas.

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