En una tarde inusualmente cálida para ser mayo me dirijo hacia Gestido y Massini, la esquina en la que se ubican tanto el restaurante como el bar Tíbet. Al llegar veo a Pablo levantando algunas botellas de una de las mesas y más atrás a Matías, vestido de chef, en una charla distendida con quien supongo es algún amigo o cliente. De adentro del restaurante sale Federico con una sonrisa. Se respira un aire de tranquilidad, casi no pasan autos y el calor y las mesitas afuera generan un clima de balneario en la capital. La actitud relajada de los tres está en sintonía con el lugar aunque desde el principio percibo que el más inquieto es Federico, el más conversador Matías y el más “zen”, como lo definirían luego sus amigos, es Pablo. Al comenzar la entrevista, me entero de que casualmente el objetivo de abrir Tíbet en Montevideo era que hubiera un “humor playero” para que la gente pudiera sentirse como en La Paloma, donde se instalaron por primera vez en diciembre de 2009.
La amistad como motor
Miradas cómplices, chistes y muchas anécdotas son el denominador común durante toda la charla. Es normal al tratarse de tres amigos que se conocen desde chicos y que han pasado por tanto juntos. Matías Sosa y Pablo Hernández fueron compañeros del colegio Pallotti desde los 5 años y Federico Rabelino se unió al grupo en el liceo. El cuarto integrante es Juan Varela, que comenzó con ellos el proyecto pero luego se abrió para dedicarse a la ingeniería de sistemas. Como estudiaban solo medio horario, tenían las tardes libres para jugar al fútbol, ir a la rambla o andar en bicicleta. “Por eso es que surgió la posibilidad de hacer algo, porque vivíamos juntos”, afirma Matías demostrando que las cosas no podrían haberse dado de otra manera.
Rabe y Mato, como se hacen llamar, concuerdan en que Pablo siempre fue el más estudioso y ellos los más revoltosos. “El niño mimado de la profesora era Pablo”, dice entre risas Federico. “Nosotros éramos unos barderos, nos echaban de clase. Aunque dentro del desastre nunca nos llevamos una materia”, añade Matías. Enseguida me cuentan una anécdota del último día de clases en sexto de liceo cuando agarraron un matafuego y anularon un piso. “Todo el mundo estaba tirando agua pero nosotros no podíamos ser iguales, teníamos que hacer algo diferente. Lo hacíamos porque ya terminaba el liceo, si lo hubiéramos hecho antes nos echaban seguro”. Mientras se entusiasman con las historias, Pablo permanece callado y parece estar orgulloso de no haberse metido en esos líos. A continuación, y como para limpiar un poco su imagen de rebeldes, cuentan que eran muy queridos en el liceo porque estaban involucrados en todas las actividades sociales. Las ganas de hacer cosas ya estaban presentes desde chicos.
En la universidad cada uno optó por caminos distintos pero esto no provocó que se distanciaran. Pablo estudió educación física, Federico comunicación y Matías cocina. Juan, el cuarto integrante, optó por ingeniería y su casa fue, como bien lo define Pablo, el “laboratorio de Mark Zuckerberg”. “Los primeros dos años de la universidad Juan vivía solo y cuando terminábamos las clases íbamos para ahí”, comenta Matías. “No nos reuníamos para crear algo pero había millones de charlas. Pasábamos tanto tiempo juntos que volaban ideas”. Trabajaban en una agencia de viajes desde los 15 años y eso hizo que desde muy temprano se fueran interiorizando del funcionamiento de una empresa. Además, todos tuvieron algún emprendedor en su familia. El padre de Matías creó una empresa de catering, la madre de Pablo una academia de inglés y la de Federico una pizzería. “Las pequeñas y medianas empresas están presentes en nuestras familias”, afirman.
Desafiar a la suerte
El entusiasmo general crece cuando comienzan a hablar del día en el que tuvieron la idea de “hacer algo en La Paloma”. Se acuerdan de que fue un domingo de octubre del año 2008 en la rambla de Trouville. Era la época en la que este balneario explotaba y tenían ganas de irse para allí, pero no de vacaciones como la mayoría, sino a trabajar. Visualizaron la zona exacta en la que querían instalarse y se fueron para La Paloma ese mismo día. “Dejamos a Pablo en la casa, pasamos a buscar ropa y nos fuimos nosotros dos y ‘el máquina’ [un amigo de ellos que ahora vive en España]”, comenta Matías mientras los otros se ríen; imagino que de la locura y la espontaneidad con la que a los 21 años tomaron una de las principales decisiones de sus vidas.
Se trasladaron en un Mercedes viejo, al que apodaban “el mostaza”, que les dio tantos problemas que hasta consideraron volverse a Montevideo. “¿Qué nos pasó? En el primer peaje el auto se rompió y nos remolcaron hasta Atlántida. En el Automóvil Club nos cambiaron la correa pero en San Luis se quedó de nuevo y nos volvieron a remolcar hasta una estación. Nos quedamos a dormir ahí, los tres apretados en el auto”. Todo parecía indicar que el destino no quería que llegaran hasta La Paloma pero ellos le dieron a la suerte una oportunidad más. “Nos levantamos en San Luis esa noche y dijimos ‘si hay un mecánico que lo arregla antes de las 11 vamos, si no, nos volvemos a Montevideo'”. Con este comentario me di cuenta de que creían mucho en las señales a pesar de que no parecían estar a su favor hasta el momento. Sin embargo, al otro día, 11 menos cinco el auto estaba listo. No faltó nada más para que siguieran su camino hasta el balneario, aunque confiesan que se les habían ido un poco las ganas.
Hacer posible lo imposible
Llegaron a La Aguada, doblaron en la primera cuadra a la derecha y encontraron el lugar que tenían en mente: un quincho abandonado que había que restaurar por completo. “Entramos y le dijimos a la mujer que estaba allí que lo queríamos alquilar. Ella nos dijo ‘no, pero está mal’ y nosotros le dijimos que lo arreglábamos”, expresa Matías con mucha seguridad. El negocio se cerró ese mismo día, volvieron a Montevideo con el local alquilado y con planes para abrir en la temporada. El 28 de noviembre se fueron ellos tres y Juan en lo que Federico define como una “expedición Survivor”. “Cargamos todas nuestras cosas en un jeep, porque nos íbamos hasta el mes de abril”, comenta Pablo. “Cada uno se llevó de su casa platos, vasos, algún cubierto, o lo que pudiera servir”. Al llegar empezó su misión como albañiles, en la que recibieron ayuda de familiares, amigos y gente del balneario. “El baño estaba clausurado. Tuvimos que romperle toda una pared para hacerle una arcada”, dice Federico. “La gente venía y nos decía ‘miren que ahí nunca funcionó nada’. Pero eso los motivaba aun más.
“Cuando la respuesta es no, nos motiva buscarle la vuelta para que sea sí, en todo. Siempre fue lo complicado, nunca lo fácil”
El local abrió el 23 de diciembre y el lema era “Tíbet 24 horas”, este era también su diferencial. Apuntaron al after después del boliche y por eso vendían fundamentalmente medialunas, sándwiches, refrescos, licuados y alcohol; acompañados de buena música. De todas formas, al estar abiertos 24 horas, tenían que estar preparados para atender las necesidades de distintos tipos de públicos, en todo momento. Pablo y Federico estaban detrás del mostrador y Matías en la cocina (con la ayuda de dos amigos). A la pizza de La Paloma la llamaban “la pizza del amor” y se acuerdan de que la primera se la vendieron a un sudafricano el mediodía del 24 de diciembre. También recuerdan que tuvieron una parrilla móvil que funcionó tres días porque el parrillero —un señor de 75 años que era el padre de uno de sus amigos— se emborrachó al tercer día, se fue a la playa, se durmió al sol, se quemó y tuvo que volverse a Montevideo. Mientras me río de sus anécdotas, me doy cuenta de lo bien que la pasaban a pesar del trabajo. Eso sí, dormir no fue parte del plan durante los primeros 20 días de enero. “En La Paloma uno siempre estaba despierto. Los fines de semana nuestras familias iban a ayudarnos porque nosotros estábamos muertos. Dormíamos en un altillo que tenía el local dos o tres horas cada uno. Yo iba, dormía tres horas, bajaba, después iba Pablo y así”, comenta Matías. “Era más de a parejitas”, lo corrige Federico y todos se ríen, “porque como éramos cuatro, dormíamos dos y dos”, concluyen.
Vuelta a la realidad
La Paloma había sido un sueño pero cuando volvieron a Montevideo tuvieron que hacerse la gran pregunta ¿y ahora qué hacemos? Una cosa tenían clara y era que querían trabajar juntos, porque la experiencia les había encantado y no se imaginaban haciendo otra cosa. Así estuvieron meses, recorriendo lugares en los que pudieran abrir Tíbet en la capital. Una de las opciones fue el Prado —a raíz del local que instalaron en setiembre en la Rural del Prado— pero finalmente se decidieron por la esquina de Gestido y Massini, en Pocitos. Una vez más, encontraron un lugar, de no muy fácil acceso, en el que todos los vecinos decían que “nada funcionaba”. Antes había habido un almacén y luego un boliche que duró solo tres meses. El panorama no parecía demasiado alentador y por eso les gustó. “Cuando la respuesta es no, nos motiva buscarle la vuelta para que sea sí, en todo. Siempre fue lo complicado, nunca lo fácil”, afirma sin dudar Matías.
Compraron el local equipado por 12.999 dólares para que no fueran 13.000, el 29 de octubre de 2009. “Lo qué pasó fue que durante todo ese año nos preguntaban dónde íbamos a estar porque lo de La Paloma había sido increíble. Entonces, desde el primer día que abrimos Tíbet bar, hubo gente. Venían amigos de amigos para festejar cumpleaños, todos los días había un evento”, responde Pablo a mi pregunta de cómo fue instalarse en Montevideo. Y añade Matías: “El público siempre fue de nuestra edad y después fue creciendo con nosotros. En ese momento teníamos 22 años. Yo estaba en la cocina solo, Pablo en la barra y Fede era el mozo. Así empezamos”. El objetivo era crear algo informal, con mesas afuera, para que la gente recordara el verano en La Paloma. La oferta gastronómica y la decoración eran similares a las del local en el balneario, con pinturas y elementos propios de Oriente. Muchos de los objetos los consiguen a través del tío de un amigo “también joven y muy emprendedor como nosotros, medio hippie, que tuvo la gran idea de empezar a traer cosas de Nepal e India”. Las pinturas en las mesas y en las paredes las hicieron ellos. “Para pocas cosas contratamos gente, nos damos maña para todo: carpintería, pintura, albañilería y limpieza. Me podés ver cocinando y después con los guantes lavando. Vamos, probamos y vemos. Nos podemos equivocar, pero siempre ponemos ganas”.
Arriesgarse a más
Se acercaba nuevamente el verano y querían encontrar la forma de que Tíbet se fuera de vacaciones con ellos. La solución fue comprar un ómnibus para recorrer la costa los primeros 20 días de enero, llevando los servicios del bar a cada balneario. “Estuvimos en hostels en Punta del Este, La Pedrera, en las playas de Punta del Diablo. Fue un poco para mover Tíbet”. La idea funcionó y de esta forma encontraron una nueva veta del negocio. En Montevideo usaron el ómnibus para ofrecer catering para rodajes, cenas, cumpleaños o despedidas de solteros. “El eje central de todo esto fue siempre la gastronomía“, afirma Pablo. Actualmente, las fiestas rodantes están en standby por problemas con la intendencia que desde hace muy poco no permite circular con personas bebiendo alcohol. Por este motivo, están enfocados en los rodajes y en los festejos con el bus estacionado en las puertas de las casas, o en cualquier punto de la ciudad. “Estamos intentando buscar la forma de que nos den los permisos”, explica Matías. Con los ómnibus también se fueron al mundial de Brasil con el objetivo de ser un punto de encuentro para los uruguayos en cada ciudad. Le vendieron la propuesta comercial a Pilsen y así cada uno de los encuentros se filmaba, editaba y publicaba. “Recorrimos 20.000 kilómetros dentro de Brasil, conocimos pueblos y ciudades que no sabíamos que existían. Para nosotros fue una experiencia increíble”, comentan.
Mientras incursionaban con los ómnibus, el bar crecía y en 2012 cada uno se especializó en un área distinta para aportarle valor a la empresa: Pablo en administración de empresas, Federico en ventas y Matías en marketing. Además, se dieron cuenta de que la cocina les estaba quedando chica para atender las demandas de tantos clientes. Fue así que surgió la idea de abrir un restaurante, justo enfrente, para cocinar allí y cruzar los platos al bar. A su vez el objetivo de este nuevo local era incorporar una cocina un poco más sofisticada, que atrajera a un público más tranquilo. “Era un desafío que estuvieran enfrentados pero le pusimos una cabeza totalmente diferente a uno del otro, entonces se pudieron complementar”, afirma Federico con esa convicción que los ha llevado a lograr todo lo que se proponen. El 12/12/12, el día en que todos decían que se acababa el mundo, abrió el restaurante. ¿Son cabalistas? “Más que en cábalas creemos en señales. Desde números hasta personas que se te aparecen de la nada y te dicen algo. La intuición está presente siempre. Y creo que uno aprende a manejarla y a tenerla en cuenta”, explica Pablo. “Le recomendaría a un emprendedor que confíe en lo que quiere y no se fije tanto en lo que le diga la gente. Nosotros confiamos en que lo que hacíamos estaba bien, nunca pensamos que nos iba a ir mal”, añade Matías.
También fue una señal la que los llevó a abrir Shisha, un take away de comida saludable, el 16 de abril de este año. Vieron un cartel de “Se alquila”, en el local en el que en un principio habían querido instalar Tíbet pero no estaba disponible, y supieron que tenían que hacer algo. La idea de la comida saludable provino de la tendencia hacia este tipo de servicios que observaron en sus viajes a Europa. El último de sus proyectos es un hostel que abrirá próximamente, arriba del restaurante. Por ahora no tienen en mente más emprendimientos. “El desafío es hacernos conocer en el exterior. La primera regla es ‘no se aceptan uruguayos'”, afirma Federico, que de los tres es el que más disfruta del relacionamiento con los extranjeros. “Hay 30 hostels pero no hay ninguno que tenga un restaurante abajo, un bar enfrente, y un ómnibus que te pueda sacar a dar una vuelta”, añade Matías convencido de su diferencial.
Ya para finalizar la entrevista les pregunto qué creen que ha aportado cada uno durante el recorrido que comenzó aquel verano de 2009. “Pablo la tranquilidad, la paz y el diálogo. Es el cable a tierra. Fede la sociabilidad, es el que puede hablar con 400 personas por más que después no se acuerde del nombre; y por ende ha contribuido a que mucha gente venga al boliche.”, responde Matías. “Para mí, Mato es la confianza y Rabe la fuerza. Entre la fuerza y la confianza a mí me dicen ‘vamos’ y vamos”, resume Pablo. “El espiritualismo de Pablo, y de Mato la fuerza”, concluye Federico. Los tres coinciden en que tanto los malos como los buenos momentos que les ha tocado vivir fueron mejores por el hecho de estar entre amigos, o, más que entre amigos, entre hermanos. “Nosotros somos una familia. Podemos pelearnos pero sabemos que la pelea fue por algo puntual de trabajo y después, se solucione o no, vamos a jugar al fútbol juntos. ¿Si es difícil? Sí, es difícil separar la amistad de lo laboral, pero, cuando se logra, el grupo se fortalece”.
Primero el nombre, después el Tíbet
El nombre surgió por casualidad y a partir de ahí comenzaron a investigar acerca de un lugar del que conocían muy poco. El ideólogo fue Federico, que según sus amigos tiene esa capacidad para “inventar palabras o salir con algo de la nada”. Cuando lo googlearon, lo primero que vieron fue el contorno de Tíbet dentro de China. Ahí se ubicaron geográficamente y comenzaron a interesarse por la cultura tibetana de la cual solo tenían presente a Buda, que siempre los acompañó a los tres en algún rincón de sus casas. Desde el primer año pensaron en viajar al Tíbet pero el viaje se fue posponiendo por trabajo hasta el 4 de junio de este año. Pasarán 15 días en el Tíbet y 20 en un recorrido por Asia que incluye India, Nepal, Vietnam, Tailandia y Hong Kong. En Tíbet se van a quedar en campamentos y posadas familiares, alejadas de lo más turístico, para aprender sobre la cultura tibetana y luego poder volcar este aprendizaje en Uruguay. En India les encantaría visitar al dalái lama, que justamente en julio cumple 80 años. Reconocen que es muy difícil, pero tienen como contacto a su secretario en Sudamérica que un día fue a comer al restaurante. ¿Y qué les dijo? “Que aprovecháramos la relación que tenemos con la gente para abrir Tíbet al mundo, para que conozcan su música, su cultura y su comida”.
Dar oportunidades
Su manera de contratar al personal es completamente distinta a la tradicional, no se basan en los currículums sino que priorizan ayudar a quienes tienen menos oportunidades. “El 95% de la gente que trabaja acá es porque vino por un problema y nosotros le dimos una mano. A lo largo de todo este tiempo hemos ayudado a un montón de gente: ex presos, personas que estaban en la droga, que estaban mal o que estaban solas”. “Una oportunidad se merecen todas las personas”, afirma Pablo. “Y dos también”, remata Matías.
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