La nacion / Fue un trancazo magnífico, un golpe seco que hizo girar todas las cabezas a un tiempo buscando la causa de aquel estrépito. Con todo y banco, en cámara lenta y sin mover un músculo, así se había venido hacia atrás desde lo alto de la barra. La botella de cerveza seguía dando vueltas en el piso echando borbotones de espuma por la boca mientras que por la suya salían pestes y maldiciones. Las carcajadas de sus compañeros de juerga acallaban hasta el estridente televisor por donde el narrador transfiguraba el castellano.
El afligido cantinero levantó rápidamente el puente levadizo de su pequeño castillo para encontrarlo en una pose imposible, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el torso hacia la derecha y los brazos extendidos; pero el cumplido ángel protector de los borrachos no había faltado, y el rechoncho accidentado ya se estaba incorporando con un codo raspado y la escasa dignidad que le quedaba, maltrecha, nada más. Le tendieron un par de manos para ayudarlo a erguirse.
Ilustración de Alexander Salazar. Lo que él no pudo explicar −nunca pudo explicarlo: un “jumas” hace de pésimo cuentista− fue el porqué de la caída, y es que solo llevaba siete cervezas: apenas estaba empezando. Además, se había comido una taza de sopa fría y un trozo de pan añejo antes de salir de su casa; es decir, no había sido por ebriedad. Fue algo más. Fue durante esa jugada, al final del segundo tiempo.
Estaba aún bajando el frío y burbujeante trago, mirando el televisor, cuando lo sintió. Venía el tiro de esquina, y, sí, lo sintió porque al principio fue solo eso, una sensación, un cosquilleo mientras observaba, mudo, concentrado, absorto, con la respiración contenida frente al televisor mirando ese balón.
Se le desapareció la botella de la mano y no sintió más el poyo. Sintió algo como un pequeño mareo y se notó sudoroso, agitado, tenso y listo como un tigre a punto de saltar sobre la presa, solo que la presa era el balón, que ya venía por los aires. Él estaba allí, en el centro del área, pero no lo sorprendió para nada ya que obviamente debía estar allí. ¿Cómo no estarlo si él era él, número diez en la espalda, zapatillas refulgentes en los pies?
Se acababa el partido y venía ya el centro; debía rematar, “tijereta” en el aire. Arqueó atléticamente la espalda… Saltó, o al menos eso creía pues en realidad no lo tenía muy claro. Se halló entonces de espaldas sobre el césped.
En la cantina, el televisor miraba sin pestañear a todos los presentes, en un mágico contraste con la penumbra del bar. La imagen que descendía desde los cielos hasta el aparato en forma de plato en el techo de la pequeña taberna mostraba al jugador número diez en el suelo, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, el torso hacia la izquierda y los brazos encogidos.
Había caído de espaldas en medio del área, aparentemente derribado por alguna de las dos torres que lo cercaban cada vez que se aproximaba a la portería. Al menos, eso es lo que parecía deducirse de la repetición, pero había tanta gente en el área −en la transmisión en vivo coincidían el narrador y los analistas−, que era difícil saberlo con claridad.
En todo caso, él era él, y su caballerosidad era legendaria: sería impensable que empezara a fingir así y en un momento como este. Le tendían la mano un par de compañeros, aunque ya comenzaba a levantarse; pero lo que nunca contó a nadie −un jugador profesional, un “crack” como él jamás se expondría a tal escarnio− fue el porqué de la caída.
Él estaba allí, en el área, más que listo, en ese estado mental en el que el cuerpo juega por sí mismo mientras la mente lo contempla con admiración. De pronto le llama la atención un reflejo. La pantalla gigante brilla casi incandescente, juzgando a todos en el estadio con una omnipresencia cegadora cual sol rectangular.
Él debía concentrarse; ya venía el centro al área, pero tenía tanta, tanta sed…, y la imagen de esa cerveza se miraba deliciosa, fría, simplemente perfecta. Toda su atención se fijó en aquella botella, solo en eso: tomarse un trago de esa cerveza, más cerca, más, en un túnel de atención absoluta.
Sintió como un vértigo. Se le clavaron mil agujas en las manos, un calambre le recorrió la espina dorsal. El césped desapareció bajo sus pies, y de pronto no estaban allí la enorme pantalla fulgurante ni las luces; ni el imponente estadio ni las tribus compuestas por miles de fanáticos vestidos con colores cabalísticos gritando al compás de una danza eterna, tan moderna como remota.
Él ya no estaba allí, sino que estaba en la barra con esa perfecta cerveza, fría, burbujeante y escarchada sostenida en su mano. No le asombró ni en lo mínimo pues él era él, cerveza en mano, siempre en el bar viendo la tevé. Saboreó con deleite el trago que le bajaba con suavidad por la garganta mientras se apoyaba demasiado hacia atrás en el alto taburete, con algo como la sombra de un escalofrío recorriéndole aún lentamente la espalda.
Entretanto, la física le cayó con todo el peso de ser ley, y la masa del rollizo comensal inclinó el banco. Muy lentamente, como la cámara lenta que no se cansaría de revivir la polémica jugada, desde lo alto de la barra, se fue de espaldas.
Al banco se le astilló una pata, la cerveza rodó violentamente y comenzó a girar mientras vomitaba espuma, y todo el bar soltó la carcajada.
El televisor se refleja como en un caleidoscopio en los grasientos espejos del bar mientras la estridente voz del narrador señala, en medio de la infaltable metralla publicitaria, que, en todo caso, el movimiento tenía una sincronización “casi divina”. En seguida, la voz sin rostro se traba en una batalla de sinónimos ensalzando este tipo de jugada “prefabricada”, “prediseñada”, “planificada”, “planeada, “de camerino”… Anuncios, silbidos, conato de bronca en la cancha, polémica…; pero, al final, eso fue lo de menos. Lo cierto es que se había pitado penal. Esa noche ganaron por la mínima diferencia.
En cuanto a él…; bueno, él se sentó. La caída lo hacía un discutible héroe, pero héroe al fin. Una sonrisa de satisfacción le cruzaba el rostro mientras bebía una cerveza exquisita.
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El autor: ‘el cuento es un acertijo’
Fernando Quesada Villalobos es un viajero conocido en los mundos de las ciencias y las artes. Con 38 años, él es ingeniero industrial y Master in Business Administration; a la vez, dibuja con gracia, y con esta escribe literatura. “No mucha”, aclara el ganador del concurso Cuenta como Gol, convocado por Áncora.
Fernando Quesada Villalobos. Fotografía: Gabriela Tellez. De espaldas es uno de sus pocos cuentos, pero bastó a este herediano para sorprender gratamente al jurado. El también gerente de Proyectos de Hewlett−Packard se confiesa:
De espaldas es un acertijo. De él habrá tantos cuentos como lecturas. Las identidades parecen cruzarse. Podría creerse que todos somos una misma entidad, repetida indefinidamente, casi cual instancias de un programa informático diferenciadas solo por su adaptación al hardware y al entorno. Al fin, como siempre, la historia es del lector”.
Fernando explica que su padre lo aficionó a la lectura y que siempre tiene a mano un libro de narraciones o de historia. ¿Proyectos en las letras? “Quisiera pensar que las musas me darán más crédito −y con una tasa aceptable− para escribir más en el futuro”, expresa el autor. Nos parece que las musas ya se han proncunciado. (V. H. O.)
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Fallo del jurado del concurso ‘Cuenta como gol’
Reunido en la Redacción del diario La Nación , el jurado del concurso Cuenta como Gol, convocado por la revista cultural Áncora , emite el siguiente fallo.
Al concurso se presentaron 63 personas, quienes cumplieron la condición de escribir cuentos que estuviesen vinculados al futbol en sus aspectos deportivos, culturales o sociales. La revista Áncora deseó que el concurso coincidiese con el inicio del Campeonato Mundial de Futbol celebrado en el Brasil.
El jurado agradece a todas las personas que participaron en el concurso. Sus cuentos probaron que el futbol y la literatura pueden lograr vínculos felices.
El jurado escogió los cuentos De espaldas (del señor Fernando Quesada Villalobos), El gallo (de la señora Sara Herrera Álvarez) y Diez y medio (del señor Jorge Grané del Castillo), y premió a sus autores en las siguientes categorías.
Primer premio: señor Fernando Quesada Villalobos, por su dominio y su precisión del lenguje literario; su bien compuesta trama, y su acertada incursión en el género fantástico. Los premios consisten en una tarjeta de regalo del Banco Promérica por ¢ 500.000 y un certificado de compras por $ 500 dólares de la Librería Internacional.
Mención honorífica: señora Sara Herrera Álvarez por la verosímil caracterización de sus personajes, la descripción de los ambientes y su desenlace, breve y eficaz. Los premios consisten en una tarjeta de regalo del Banco Promérica por ¢ 250.000 y un certificado de compras por $ 250 de la Librería Internacional.
Mención honorífica: señor Jorge Grané del Castillo por la soltura de su narración, la simpatía de sus personajes y el cuidado humor con el que se desarrolla la trama. Los premios son iguales a los del párrafo anterior.
Los premios se entregarán el martes 17 de junio a las 7 p. m. en el auditorio de La Nación en una actividad exclusiva para los socios del Club La Nación. Las personas interesadas en asistir deben reservar cupo escribiendo a mercadeoln@nacion.com o llamando al teléfono 4107−8917.
San José, 10 de junio del 2014.
Víctor Hurtado Oviedo, editor de la revista Áncora .
Arnoldo Rivera Jiménez, redactor de la sección de deportes de La Nación .
Jorge Méndez Alvarado, gerente de negocio de La Nación .
Con Información de La nacion