Hace siglos, la gente se reunía a conversar alrededor de fogatas. Contaban lo que había pasado en el día, viejas anécdotas, seguramente discutían. Con el tiempo esa costumbre perdió adeptos culpa de la energía eléctrica, los detectores de incendios y otras complicaciones de la vida urbana. Sin embargo, algo de eso llegó a nuestros días, sólo que ocurre en torno a una taza de café. Tomar esa bebida, refinada por los italianos y transformada en negocio gracias a los inmigrantes españoles, se convirtió en un ritual emblemático de una ciudad como Buenos Aires. Al punto que este año el gobierno porteño presentó la “cultura del café de barrio” como candidata argentina al listado de Patrimonio Inmaterial de la Unesco.
Nicolás Artusi, periodista y autor del libro Café: de Etiopía a Starbucks, la historia secreta de la bebida más amada y odiada del mundo, cuenta que en Buenos Aires no se puede decir que se tome el mejor café del mundo pero sí que tiene sus particularidades. “Hay una tradición del espresso que no se ve en América Latina y que es herencia de los inmigrantes italianos.” El modelo del cafetín porteño actual, según él, se completa con la llegada de inmigrantes españoles que empezaron a importar café y tostarlo acá. “Todavía hoy las empresas de café más conocidas son esas que se fundaron entre los años 30 y los 50”, dice. La otra pata del negocio fue la de los “gallegos” que eran dueños de bares y les compraban ese café a sus paisanos. “Si tuviera que destacar una forma de tomar café porteña, sería el cortado, no tan arraigado en otras partes del mundo. En un principio, eso era un truco de los bares para enmascarar el café de mala calidad”, cuenta este periodista conocido como “el sommelier de café”.
Un lunes a la mañana, como en tantos otros boliches porteños, en El Banderín se habla de fútbol. El bar ubicado en Guardia Vieja 3601, una esquina de Almagro, es punto de reunión de taxistas. Uno estaciona en doble fila. Toma un cortado a las apuradas en la barra. Tira una chicana sobre Boca, paga y sale corriendo antes de que una grúa venga a llevarle el auto. “La idea de la barra se perdió un poco acá, quizá porque fue cambiando el barrio. Hoy lo que sigue habiendo son grupos de taxistas que vienen a desayunar. Igual, se les está complicando por el tema del estacionamiento”, cuenta Silvio Riesco (43) desde atrás del mostrador del boliche que su abuelo abrió en 1923 –se llamaba El Asturiano– y que hoy maneja con su papá. En términos de clientes, Riesco divide a los que “vienen por el lugar” (esos toman cualquier cosa) y los que “vienen por el café”. Para cumplir con los paladares exigentes, mantienen desde hace 30 años la misma marca y variedad de grano. Y cada mañana acomoda la molienda de acuerdo con la temperatura y humedad ambiente. “Pero el verdadero secreto es tener ganas de hacerlo bien”, dice.
¿Y lo del vaso de soda?
La soda se toma antes, para limpiar la boca. Tomarla después no tiene sentido, así se enjuagan el sabor del café –cuenta el encargado de El Banderín, uno de los “cafés notables de Buenos Aires”.
La idea de que estos boliches y la vida que los rodea forma parte del patrimonio cultural viene de lejos. Los cafés de Buenos Aires han inspirado tangos, fueron escenario de hechos históricos y aún son parte de la vida cotidiana. En 1998 se creó una comisión para la protección y promoción de cafés y confiterías notables. El listado actual contiene unos 70 locales desparramados por distintos barrios (desde confiterías paquetas como Las Violetas o El Tortoni a rincones frizados en el tiempo como el Café de García, en Devoto).
Más allá de las tendencias de consumo y la situación económica, si de algo depende la vida de los cafés es de la relación entre mozos y clientes. La Banca, ubicado en 25 de Mayo 376 y abierto desde 1957, es un emblema del microcentro y del café frecuentado por un gremio. En este caso, los clientes son empleados de la Bolsa y de bancos de la zona. Casi todos son hombres, visten trajes caros y se saludan con los mozos por el nombre. En La Banca no hay mesas: tan sólo una larguísima barra que zigzaguea de un extremo a otro del local. “Acá básicamente se habla de fútbol, política y negocios. Es el mejor lugar para escuchar chismes del microcentro: qué está pasando con las casas de cambio, quién se peleó con quién, qué empleado se abrió y puso algo por su cuenta”, cuenta Efraín, cliente desde hace cinco años.
Como en casi todo café que se precie, los mozos llevan varias décadas. “Tengo 43, vengo desde los 18 y casi todos los mozos ya estaban salvo Ricky, aquel de allá”, dice Daniel, otro cliente. “Ricky trabajaba en el bar de la esquina, pero lo rajaron porque no servía y terminó acá”, comenta y varios de los que están cerca largan una carcajada.
Entre las anécdotas que todos recuerdan, está la de un banquero que coleccionaba sombreros y venía todos los días con uno distinto: un día de granadero, otro de bombero antiguo y al siguiente de mariachi. También evocan una de Cirilo, el corredor de Bolsa que el lunes después de un superclásico cayó temprano a la mañana a pedirles si le podían guardar una gallina viva en el depósito del bar. A media mañana, cuando había más actividad, Cirilo coronó la broma viniendo a buscar la gallina y soltándola en pleno recinto de la Bolsa porteña.
“Estos cafés con barra son lo que se llama un café americano y es un antecedente del fast-food. El ochenta por ciento de los que vienen son clientes a los que conocés por el nombre. Lo bueno es que todos los mozos estamos muy bien asesorados e invertimos en bonos. Yo tengo en Petrobras y en YPF, por ejemplo”, dice Raúl, un mozo que en sus 30 años en La Banca que ha visto nacer sociedades y negocios en la barra. El tipo tiene buen ojo para los números y dice que hoy se toma menos café que hace un par de décadas. “Entró mucho la cosa diet, mucha ensaladita y gaseosa light. El café perdura pero antes llegabas a vender mil quinientos por día y hoy rondan los quinientos. Yo creo que es porque se encareció. Antes se decía que un diario, un café y una lustrada de zapatos salían lo mismo, eso ya fue”, comenta este analista de los flujos de la cafeína. En la esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay, casi en los confines de esa marca expansiva que son Palermo Soho y Hollywood, se levanta orgulloso el café Varela-Varelita. Muchos comentan que su estética se ha quedado en el tiempo, pero también le envidian sus mesas abarrotadas y el honor de haber sido escenario de la renuncia de un vicepresidente de la Nación. “En realidad, eso de la renuncia es una confusión”, dice Javier (39), mozo de la tarde y uno de los accionistas del Varela-Varelita, café de barrio donde se sirven picadas en bandejita de metal y se lucen orgullosas las botellas de hesperidina y el vino Toro que se vende por copa.
¿Entonces Chacho no renunció acá?
No, fue enfrente. Acá lo que hizo fue gran parte de la campaña. Incluso le guardábamos los caballetes y las sillas plegables en el sótano. En esa época venían muchos políticos. Caputo era cliente, por ejemplo.
La política sigue estando presente en el Varela-Varelita, en conversaciones que van de mesa a mesa. Entre las tribus que lo frecuentan también hay mucho estudiante y ajedrecista. “Yo a veces me juego una partidita mientras atiendo las mesas”, cuenta Javier, que también muestra una de las nuevas costumbres: los dibujos en el cortado. Empezaron a hacerlos hace cosa de un año, porque había un dibujante que venía al bar y le gustaba buscar formas en la espuma. “Ya tenemos 8 o 9 modelos: corazones, conejitos, un Mickey Mouse y un diseño que es para los que son muy de confianza y que se llama ‘café travesti’, porque se dibujan un pito y unas tetas”, cuenta.
El Varela-Varelita tomó su nombre actual en los 70 y originalmente fue un almacén con despacho de bebidas llamado Gran Despensa Argentina. Fredy, un cliente sentado en una de las mesas más cercanas a la barra, cuenta que empezó a venir en 1978. Una anécdota que recuerda siempre fue durante la convertibilidad de los 90. Estaba desayunando cuando un tipo va a pagar el café y le hecha en cara al Gallego, el mozo de la mañana, que está muy caro: “eh, pero 1,20 el café, si la semana pasada pagué un café un dólar en Nueva York”, le dijo. El gallego lo paró en seco y le contestó, “sí, uno veinte, pero pensá en todo lo que te ahorrás en pasajes”.
Al final el tipo se rió y le dejó dos mangos.
Y usted, Fredy, ¿por qué es cliente de acá?
Y, un poco porque se va creando una amistad. Y otro poco porque es en el único lugar en el que me fían.
Una bebida social, pública
Nicolás Artusi, el periodista y sommelier de café, sostiene que el consumo de café en la Argentina es bajo. “Es un kilo de café por habitante al año y se mantiene clavado desde hace cincuenta años. Brasil o Estados Unidos llegan a cinco o seis. Los nórdicos, líderes mundiales, consumen hasta 15 kilos por año”, cuenta. Ocurre que en la Argentina el café pierde seis a uno con el mate pero la gran diferencia es que uno es una bebida pública y la otra más privada. “Hacer el café en casa es una costumbre que creció, pero lo tradicional era ir al café de la esquina o encontrarse a tomar un café”, explica Artusi, que cree que tanto en Buenos Aires como en el mundo el futuro del café es venturoso. “No creo que lo reemplacen otras bebidas. Eso lo podés ver con el fenómeno Starbucks, donde van chicos que por ahí antes se juntaban en una cadena de comida rápida y tomaban gaseosas”, completa.
DZ/rg
Fuente Redacción Z