Dos mujeres casadas fueron a un bar a celebrar que habían ido a un bar. Bebieron en tal modo que agarraron una pea de padre y señor mío. Al regresar a sus respectivas casas sintieron ganas de hacer aguas menores. Casualmente pasaban por un cementerio, de modo que ahí pagaron aquel censo a la naturaleza. Una de ellas usó para secarse su pantaletita, que luego desechó. La otra no quiso hacer renuncia de la prenda -era Victoria Secret- y empleó para el efecto la banda de tela de una ofrenda floral que tenía cerca. Al día siguiente los maridos de las señoras se encontraron. Le dijo uno al otro, preocupado: “Mi esposa llegó anoche bien borracha a la casa, y sin pantaleta”. “Pues te fue bien -replicó el otro, mohíno-. La mía también llegó ebria, y con una tarjetita entre las piernas que decía: ‘Jamás te olvidaremos'”. Suspiró un señor casado: “Hay una manera de entender a las mujeres, pero yo no la sé. Ningún hombre la sabe”. Doña Macalota despertó en horas de la madrugada, y se sorprendió al ver que don Chinguetas, su marido, no estaba en la cama. Lo buscó. Sentado en un sillón de la sala lloraba silenciosamente, y se enjugaba con un pañuelo las lágrimas que por el rostro le corrían. “¿Qué te sucede?” -le preguntó extrañada. “¿Recuerdas -contestó él lleno de pesadumbre- la vez que tu papá, el licenciado Ulpiano, me sorprendió haciéndote el amor en el asiento de atrás de su auto, en la cochera?”. “Lo recuerdo muy bien” -respondió doña Macalota. “¿Y recuerdas -prosiguió el congojoso señor- que me dijo que eras menor de edad, y que debía casarme contigo, porque si no me haría pasar 15 años en la cárcel por estupro, y cinco más por los daños causados al asiento?”. “También lo recuerdo” -respondió ella. Suspiró don Chinguetas: “Este día se cumplen los 20 años”. Y estalló luego en sollozos desgarrados: “¡Hoy sería un hombre libre!”. Una chica le preguntó a otra: “¿Qué es eso que estás tomando? ¿Es la píldora?”. “No -contestó la otra-. Es un tranquilizante. Se me olvidó tomar la píldora”. Durante muchos años de mi vida fui, si no maestro, sí cumplido profesor. Aprendí entonces que quienes enseñamos en una escuela tenemos el hermoso privilegio de influir en incontables vidas, de poner en ellas algo nuestro, algo de lo que somos y sabemos. ¿Por qué algunos que se dicen maestros renuncian a ese don? ¿Por qué se dedican a la estéril agitación, al ocio, a la inmoral búsqueda de privilegios, en vez de trabajar honestamente para formar a sus alumnos en el bien, la belleza y la verdad? Delito de lesa patria cometen, y aun de lesa humanidad, al dejar en el abandono a sus escuelas, y por lo tanto a los niños y niñas a quienes deben enseñar. Los gobernantes que toleran eso tienen la misma responsabilidad. Quizá la patria no se los demande -tan afligida está por estos días-, y la humanidad tampoco, pues anda siempre muy ocupada, pero yo los señalo aquí con índice de fuego, a riesgo de socarrarme los otros dedos, y les envío una sonora trompetilla de reprobación: “Ptrrrrr!”. La chica en edad de merecer se disponía a salir el viernes por la noche. Su abuelita le dijo: “Pórtate bien y diviértete”. Respondió la muchacha: “Escoge una de las dos cosas, abue. Las dos al mismo tiempo no se puede”. El plomero le informó al jefe de la casa: “Hay una fuga de agua en el sótano. ¿Quiere que se la arregle o prefiere imaginar que vive en Venecia?”. Dulcilí no pudo hacer el desayuno en su primer día de casada. No encontró el abridor de huevos. Declaró Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Cuando muera le dejaré mi cuerpo a la ciencia. Ahora que estoy viva se lo daré al primero que me lo pida”. La cebra le hizo ojitos a un animal con rayas. “Ni te molestes -le dijo éste-. Soy una yegua tonta que se sentó en una banca recién pintada”. Viene ahora un cuento de color subido. Quienes sufran tiquismiquis de puritanismo deben abstenerse de leerlo. La esposa de don Languidio fue con el médico de la familia y le contó que en materia de sexo su marido no era ya el de antes. El facultativo le dio una pastillita azul y le dijo: “Póngasela a su esposo en la sopa. Ya verá usted el efecto que le causará”. Al siguiente día la señora llamó por teléfono al doctor. “Le puse a mi esposo la pastilla en la sopa -le dijo-, pero no se la pudo comer. Los fideos estaban todos parados”. FIN.