El fin de semana pasado vi dos espectáculos televisivos. El primero fue el partido de rugby entre Nueva Zelanda y Francia en la Copa del Mundo de rugby. El segundo fue el debate entre Albert Rivera y Pablo Iglesias. Los dos terminaron con un resultado similar, y acabé simpatizando con los perdedores.
Sobre todo en la primera parte de Salvados, el líder de Ciudadanos estuvo mejor que el de Podemos. Parecía más ágil en la argumentación y expuso con claridad sus propuestas. Defendió con más eficacia su reforma laboral basada en el contrato único. El paro es el mayor problema de España e Iglesias no tuvo una aportación sólida. La reticencia con la que hablaba de los empresarios y de la posibilidad de reunirse con ellos (los vería, porque se reuniría con el mismísimo diablo) era un poco pueril e inspiraba dos explicaciones: una, que no es un candidato factible; dos, que no lo dijera en serio. Algunas de las propuestas de Iglesias sonaron imprecisas y otras antiguas, y permitieron que Rivera las comparase con planteamientos económicos del franquismo. Aunque Ciudadanos tuvo problemas para defender posiciones (como la sanidad y los inmigrantes, que entraña problemas de salud pública), Iglesias no parecía tener muchas ganas de llevarle la contraria. En la parte final Rivera empleó un símil recurrente de Iglesias y el líder de Podemos. Dijo que si seguían así igual se presentaban juntos: eso solo lo dices cuando tienes claro que vas por detrás.
Parte del atractivo de Podemos está en que ha sido un partido posmoderno. Iglesias especialmente, pero también algunos de sus compañeros, han ido contando las razones de cambios tácticos y estratégicos, implicando a sus seguidores pero también a los analistas en un relato maquiavélico. Uno de los problemas es que a veces no se sabe hacia dónde van. A menudo daba la impresión de que querían el poder pero no sabían o no querían decir para qué. Aunque sus propuestas son mejores ahora que al principio, se les va contagiando la melancolía de Izquierda Unida.
Su irrupción inicial tenía algo de estado de ánimo, de protesta, y esa indignación se ha diluido un poco. Parece que hablen para menos gente. La apuesta de Ciudadanos por la regeneración democrática y por una especie de tecnocracia con rostro humano parecen encajar mejor con este momento. Les ayuda también el buen resultado en las elecciones catalanas. Pero el ascenso y la caída de Podemos es también una advertencia para la formación de Rivera.
El programa fue vibrante. A pesar de esa asunción implícita de que España es un bar donde se tiran las servilletas al suelo y que los políticos frecuentan poco, ver el diálogo fue interesante.
También es bueno que hayan surgido nuevos partidos y que, como indican las encuestas, vayan a tener una representación importante. La competencia mejora las propuestas -sería bueno que propiciara la laicidad del Estado- y es deseable que se extienda una cultura de acuerdos y transacciones a nivel nacional que nos aleje de maximalismos y también de cierta sacralización paradójica del pacto.
La televisión ha sido uno de los vehículos de estas nuevas organizaciones políticas, y el debate tuvo una audiencia extraordinaria. El medio es devorador: en televisión todo queda transformado en espectáculo televisivo, pero ese rato de buena televisión nos recuerda que el Partido Popular, que ha dado hace unos días unas licencias televisivas levemente grotescas, ha conseguido en estos años devastar el prestigio de Televisión Española, convirtiendo algo que es de todos en un instrumento de propaganda. Con muy poco sentido de Estado, ha desaprovechado los grandes medios técnicos y profesionales, y ha arruinado una buena herencia del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Es otra de las cosas que se deberían mejorar en la próxima legislatura: que más fuerzas políticas se repartan el poder debería ayudar a recuperar instituciones colonizadas.