Adriano Calalesina
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CENTENARIO
Hay lugares que tienen como destino desaparecer con el tiempo. Pero lo que sobrevive son las historias. Así es la vida de los bares que frecuentaban peones rurales y albañiles, que hoy se desvanecen con el progreso y el mercado global. Pertenecen a un mundo donde la vida social de un pueblo se diluyó con la nueva inmigración, la llegada de las industrias y los fructíferos negocios inmobiliarios. Sin embargo, hay sitios que se resisten y se estancaron en el tiempo como una postal desteñida, que no despierta de ese largo sueño que alguna vez tuvo esta ciudad, cuando aún en sus calles se percibía el olor a peras y manzanas.
Si hoy concurrir a un bar es sinónimo de conflicto y peleas juveniles, antes era un espacio de reunión y confesiones internas. Ya lo había dicho un gran pensador: “La taberna es la contracara del trabajo”. Y vaya si la frase retumba en las paredes de los viejos edificios de la ciudad.
Samuel Sáez es dueño del bar El Dago, que está en pie desde 1978. Es uno de los últimos que aún sobrevive. Adentro, los clientes acatan las mismas reglas que desde sus comienzos, en los ‘70.
“El dueño nunca toma y acá no se viene a pelear, sino a pasar un rato de tranquilidad entre los amigos”, cuenta el hombre de 48 años a LM Neuquén, quien aseguró que la mejor época para trabajar fue la de los ‘80, en plena democracia.
“Se hacían fortunas, siempre estaba lleno, había empresas y muchos trabajadores de los aserraderos”, recuerda el hombre, aunque sin muchos lamentos.
Samuel tuvo que trabajar desde los 11 años al lado de su hermano Dagoberto (de ahí el nombre del bar), quien era analfabeto. “No sabía leer y yo llevaba las cuentas del comercio, sabía lo que se compraba y se debía”, explica.
El lugar parece haberse quedado en un época, próspera para los trabajadores: un solo pool en el centro, no hay mozos y el vino se sirve “a vaso lleno”. Hay blanco o tinto, sin varietales ni degustaciones.
En las paredes se explica un poco el espíritu del dueño y su entorno: un cuadro de Raúl Alfonsín, otro de Enzo Francescoli, uno del General San Martín y un escudo de la Unión Cívica Radical.
“La mayoría de la gente que viene al bar descarga tristezas, alegrías y frustraciones. A veces es lindo escuchar, nos sentimos unidos”, comenta Martín Stagnaro, de 63 años, quien dijo que hace cuatro años frecuenta los bares. “Soy jubilado y siempre trabajé en el Estado; hace poco se me dio por venir a este lugar que me da tranquilidad”, acota el hombre que lleva sombrero negro, de aura misteriosa y enjaulado en la pura bohemia.
Dice haber escrito un libro en 1985, cuando trabajaba en Mantenimiento de la UNCo: Por vivir, que de a ratos relee las poesías con el sueño de editarlas.
También está Alberto “el Negro” Soto, que siempre invita una partida de pool. Tiene 78 años, pero el espejo le devuelve unos 10 menos. “Me separé hace 24 años y acá vengo a estar con buena gente”, comenta, y en su mirada se trasluce algún recuerdo de su vida.
Amanece y las luces del bar se apagan sin que nadie lo haya notado. Tal vez sea un lugar fantasma que pudo haber desaparecido sin habernos dado cuenta nunca.