El encuentro gastronómico y político de Pepe Eliaschev con el hijo …

El encuentro gastronómico y político de Pepe Eliaschev con el hijo de Paco Urondo

Al cumplirse 35 años de la muerte del ex militante Montonero, NOTICIAS juntó a su hijo con el fallecido periodista. Fotos.

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Pepe Eliaschev y Javier Urondo en la cocina de Urondo Bar.

Pepe Eliaschev y Javier Urondo en la cocina de Urondo Bar. [ Ver fotogalería ]


Acaso como en un diminuto poema invernal, o más bien infernal, estamos en el fondo de un bar. O más bien sobre un costado de un bar contra la ventana y la bruma de la medianoche, un lugar donde uno se sienta, bebe y ve pasar a los hombres enrarecidos por dintintos problemas.

No evoca una cueva, ni a simple ni a compleja vista. Aunque tal vez sí tenga un aire de gruta retirada del planeta, ya que allí, en esa esquina de Beauchef y Estrada donde Caballito presiente las primeras insinuaciones de Nueva Pompeya, un bar de tan inspirados aromas donde se come, se toma y se charla rico puede parecer un restó exiliado de Palermo. Y sin embargo allí uno puede sentirse ferozmente feliz y sonreir y llorar y que siga la fiesta.

Presentado el lugar pasemos derecho al motivo de “la fiesta”, lo cual pinta una deliberada exageración para definir una mesa de tres tipos sin mujeres y puede serlo mucho más –todo depende de los gustos– a la hora de homenajear a un muerto. La cuestión es que el martes 14 de junio ya está a punto de miércoles 15 y ahí nomás, en cuanto sea 17, se habrán cumplido 35 años del asesinato en Guaymallén, Mendoza, de Francisco Reynaldo Urondo, Paco para todo el mundo, (a) “Ortiz” para los clandestinos, los compartimentados y/o los tabicados de otros tiempos, aparte de poeta, periodista, dramaturgo, cuentista, guionista de cine y de TV… Amante incontenible. Bebedor desbordado.

Montonero extremo. Hombre de armas tomar, según él mismo, “en busca de la palabra justa”. Y de cápsula de cianuro tomar, llegado el caso… Que llegó minutos antes de que lo rematara contra el piso un agente del orden impuesto a sangre fría.

Vamos entonces a los tres comensales sin acompañantes.

El anfitrión: Javier Urondo (54), hijo de Paco, dueño y cocinero del Urondo Bar. Hombre de fuegos, texturas y especias combinar. Digamos que otro poeta, de alguna manera. O aprendiz de brujo. El invitado: Pepe Eliaschev (66), periodista, admirador y en contadas pero encendidas ocasiones contertulio de Urondo en Buenos Aires o en La Habana; poeta al que le faltaron algunas horneadas y quien, de acuerdo con lo prometido por Paco en la dedicatoria de un libro, ya “ha de ver el mar”. Hombre crítico hasta la exasperación de la “peripecia montonera” pero aún tan movilizado por aquella poesía rupturista como enfadado por aquellas rupturas con la vida. Por último el que suscribe (48): apenas un provocador de este homenaje gastronómico.

Dice Pepe, con la piel de gallina y el habla medio trabucada tras advertir a Paco en las facciones y los ademanes de Javier:

—Urondo es una de las voces más descomunales de la poesía argentina del siglo XX. Supe de él muy previo a los 70. Juan Gelman venía rompiendo todo con sus primeros libros. Despuntaban Edgar Bayley, Mario Trejo, Raúl Gustavo Aguirre, en un sentido Miguel Brascó… A Urondo lo descubrí revolviendo en la vieja librería Galatea, de Viamonte entre Florida y San Martín. Respondía a otra escuela, a otra sensibilidad menos prisionera de los consignismos sociales. Yo era un adolescente nerudiano, vallejiano, sentía profunda tristeza por la tristeza, la del amor, la del invierno… Urondo era otra cosa, una mirada del mundo y de la vida con un potente dejo irónico y cerca de lo humano… ¿Puedo? –pregunta Eliaschev y abre un libro y lee: “Una mujer ha cambiado el mundo/ parece derrumbarse/ solo quedan las marcas de la desolación…”. Vuelta de página y sigue: “Puedo como antaño volver a enamorarme/ puedo padecer por un vago recuerdo o tirar todo por la borda/ o no soportar la memoria./ Hoy te he recordado vagamente…”. Y más: “Puedo echarme a perder o tener más hijos/ como si ofreciera el más estupendo y bonito/ de los mundos posibles…”.

Dice Javier, cuando se le pregunta que habrá quedado entre sus actuales cacerolas y sartenes de la vieja Olivetti paterna, pretendidamente tapada por un tecletear de matralletas similares a las que el mismo Paco Urondo, camuflado de “Ortiz”, llevaba en el baúl de su escape imposible y final:

—No sé… Yo quiero dar de comer. La gente come tres o cuatro veces por día, acá lo hace de vez en cuando… Si uno pudiera sacudirles algunas zonas de lo atávico, arrastrarlas a algún rincón de la memoria. Pero no es pretenciosa nuestra carta, prefiero sorprender con una berenjena, un hinojo, una pata de chancho, nada de rebusques…

¿Puedo? –pregunta Javier, también sabiendo la respuesta. Y le abre paso a la cena.

La Carne. El único texto conocido de Paco Urondo con ciertos ribetes culinarios fue una crónica escrita para la Primera Plana de Jacobo Timerman en 1967, desde Río de Janeiro. La títuló “Malestar” y, como su nombre lo indica, no trataba de las bondades de tal o cual manjar, sino de tremendos cólicos atribuibles a explícitos e insinuados excesos: “Había feijoada por ahí, que la gente comía de pie en un mostrador. O ese pescado a la bahiana pasando la Brarra de Tijuca. (…) Había un café cerca del puerto: prostitutas muy pretas y batidinhos de cachaça. (…) ¿Dónde habrá ido -me pregunto- a parar nuestra fluida carne de vaca, la mejor del mundo, o mais grande?”.

Un osobuco vacuno en delicado escabeche sobre la mesa contra el vidrio del Urondo Bar, acompañando un copetín de la casa que irradia fragancias centroeuropeas (“un golpe bajo”, acusará Eliaschev) y fiambres hechos ahí, el cocido, el salamín, la mortadela con pistachos… El siguiente osobuco, mejor dicho, ese flor de garrón de una pata de cerdo, oficiará de plato principal luego de tres horas de cocción que caramelizan a cualquiera, empezando por las cebollitas, las chauchas, las remolachas y las coles que cercan al chanchito.

Dice Urondo el cocinero, cuando se le recuerda que Horacio “Perro” Verbitsky (el mote lleva copyright de Paco) definía a su papá como alguien “muy gozador de todo”:

—Era un tipo siempre al borde del desborde, con la comida, con la bebida, con todo. Y con las mujeres. Le gustaba más comer y tomar que cocinar, pero tenía claro que la comida era una buena herramienta para convocar. Su cocina se apoyaba en tres patas bastante respetables: asados en verano, lentejas en invierno y fideos a la carbonara para las situaciones más íntimas.

NOTICIAS: ¿Lo definirías como un bohemio?

Javier Urondo: Un dandy, diría. Lo cargaban diciéndole que era el primer santafesino que anduvo en mocasines. A mi viejo le gustaba moverse transversalmente por todos los lugares donde creyera que pasaba algo interesante, desde un palacete a una villa miseria.

Pepe Eliaschev: Paco me sorprendió asistiendo a la presentación de mi primer y único libro de poemas, “El largo olvido”, en 1967. Allí me dedicó el suyo, mientras tocaba gratis el Tata Cedrón para hacerme el favor. Fue en el boliche Gotán, donde yo había entrevistado hacía poco a Ernesto Sabato y Astor Piazzolla juntos. ¡Qué cosa de locos! Un pendejo de 20 años encuentra a esos dos tipos y le dan una nota… Después coincidimos, en el 68, en el Congreso Cultural en Cuba. Grandes mesas en grandes hoteles, mucho ron encima todos, noches interminables. Y la idea de la revolución tan entremezclada con el hedonismo, el placer, el goce. Esa sensación de estar tan a salvo y a la vez tan bien acompañados… Yo una vez estuve en una fiesta en tu casa, ¿puede ser? En la Calle Ciudad de la Paz, había un montón de gente, artistas, buenos vinos y sobre todo muchos…

Urondo: Ciudad de la Paz 173, era mi casa. Ahora acaban de demolerla. Fue un bastión de Santa Fe, adelante vivía Ariel Ramírez, después Miguel Brascó, que aparte fue preceptor mío en el colegio. Sí, se hacían muchas reuniones sociales… Yo, siguiéndolo a mi viejo, conocí a un montón de gente que tardé años en dimensionar quiénes eran. A Julio Cortázar, que para mí era un tipo que hablaba raro con rosácea en la cara; al pota entrerriano Juan L. Ortiz (de quien Paco Urondo tomó el nombre de guerra “Ortiz”), una especie de gurú chino chiquitito…

Javier Urondo y Pepe Eliaschev se habían visto por última vez hace 38 años. El actual chef era un inexperto asistente de archivo en el semanario montonero El Descamisado, donde Pepe escribía notas de Internacionales. Paco Urondo acababa de salir de Devoto por la amnistía general de Héctor J. Cámpora. Pocos presos políticos habían tenido el privilegio de que exigieran su libertad Cortázar o Gabriel García Márquez o Jean-Paul Sartre. La Facultad de Filosofía puso en sus manos el Departamento de Letras y Montoneros, la dirección del diario Noticias.

Desempeñando esas funciones la conducción lo degradó al corroborar ciertos actos de indisciplina, como sucesivas infidelidades a su mujer… Después vendría el traslado a Mendoza, donde la represión había diezmado a la conducción de “la orga”. Sabía que lo iban a matar allí. Lee Pepe: “Puedo emborracharme aquí o en el extranjero/ y caer exhausto en la turgencia de un muslo/ o en el filo de una dudosa alcantarilla”. Retumba Paco: “La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado/ por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta”.

El vino. Urondo, en vasco, quiere decir “agua buena”. En la mesa hay una con gas, otra sin y una botella de malbec mendocino. Rojo rubí profundo, aromas a frutas rojas y negras especiadas, frutado y sedoso al paladar e ideal para maridar con carnes grilladas. El somelier de Urondo Bar se llama Sebastián. Es sobrino de Javier por parte de su hermana mayor, Claudia, desaparecida desde diciembre del 76.

NOTICIAS: ¿Qué te provoca la poesía de tu viejo?

Urondo: Nada de lo que les provoca a ustedes. Yo no soy un lector de mi viejo, soy el hijo. En su lectura encuentro cosas de lo cotidiano, palabras como “infernal”, que usaba tanto. A mí me ensañaba poesías chanchas, piropos corruptos del tipo: “Adiós ricura de mierda pura/ de tu dulzura me enamoré./ Cara de estaca, culo con caca/ concha de vaca, ¿cómo te va?”. Con esas cosas me divertía de chiquito y yo me quedaba mirándolo como si viera a… a mi papá.

NOTICIAS: ¿Cómo supiste que los montos lo trasladaban a Mendoza?

Urondo: No me enteré de eso. Supe por los diarios que lo habían matado en Mendoza. Estaba disgustado por ese viaje, hizo como 37 cenas para despedirse, un periplo tedioso. Sabía que no volvía.

Eliaschev: Desde que al final de mi exilio supe de la muerte de Paco siento una mortificación que no termina. ¿Cómo un hombre de ese talento y esa dimensión humana termina huyendo en un auto junto a su compañera con una pastilla de cianuro encima? Me escucho y me dan escalofríos… ¿Era necesario esto?

Urondo: Yo me enojé por su obsesión de seguir hasta las últimas, hasta que entendí que cada uno decide sobre su vida. Claro que me quedó clavada la triteza de una pérdida innecesaria. Igual todo hay que verlo en su contexto. Si eso, un hijo, mis sobrinos, jamás podrán abarcar cómo es que había algo más importante que criarlos a ellos. En los 70 el ego era colectivo. Y la conducción de Montoneros siguieron siendo cinco tipos pese a la gran cantidad de gente con talento intelectual que se les había sumado.

NOTICIAS: ¿Te molesta que se lo reivindique solo como intelectual?

Urondo: Me molesta que se use una parte de una persona para tapar otra parte de la misma persona. Toda su vida estaba planteada desde la intensidad. Era un tipo contradictorio y siempre desbordado por el deseo, todos sus problemas en todos los órdenes siempre le vinieron de ahí.

NOTICIAS: ¿Vos lo cuestionás desde su costado montonero, Pepe?

Eliaschev: Yo no lo cuestiono. La inmolación de Paco me sigue produciendo una tristeza infinita. No tengo un juicio, sino un profundo desconcierto ante una opción tan tenaz por un romanticismo propio del Siglo XIX. Dar la vida… Y darla. Tampoco acepto el juicio hacia los que no murieron porque alcanzaron a cuestionar la lucha armada, aunque sí lo acepto hacia los que no murieron habiéndola promovido y hoy viven tan tranquilos.

El postre. Osvaldo Bayer, quien fuera su jefe en Clarín y compartiera con él espesos debates de bodegón, definió a Paco Urondo alguna vez como “lo menos parecido a un guerrillero”. Otros que de seguro lo querían bastante menos llegaron a cuestionarle ya en vida su resonante vuelco a la política como un modo de promover sus libros “haciéndose el héroe”.Tampoco faltaron los críticos de sus “desenfrenos imaginativos” y cierto “narcicismo combatiente”. Nada de ello se juzga en Mendoza en este mismo instante, sino las responsabilidades policiales que determinaron su muerte y la obligación de que se lo sepultara NN como para evitar santuarios.

Tal vez el tiempo y la Justicia hagan posible que Paco Urondo alcance una dimensión más abarcativa que la de un apasionado escribidor de versos. En el mientras tanto, sin embargo, ahí están sus poemas, enormes en cualquier circunstancia histórica. Madrugada en el Urondo Bar. Tres cucharas para compartir un “Budín de pan sin construir” que al parecer es exactamente eso: las rodajas de flautita por un lado y por otro la natilla. Si no fuera exquisito bien podría llamarse “Budín Argentina”. Está inconcluso. Desunido.

 

 

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