La primera página de este periódico llevaba ayer dos noticias acerca del ruido: una decía “Juez penal ordenó a Dadis controlar a bar” y la otra “Más control al ruido en Bazurto”.
En el primer caso un bar en el Centro histórico tiene enloquecidos a los trabajadores y huéspedes de un hotel cercano, además de a los vecinos, y en el segundo caso unos comerciantes de Bazurto denuncian que algunos negocios se burlan de los controles del EPA y suben el volumen de sus equipos apenas los funcionarios dan la espalda, y los bajan cuando saben que estos llegarán, quizá porque alguien que participará en el operativo les avisa.
El caso del bar que perturba al hotel en el Centro Histórico no es el único y comienzan a proliferar bares en el segundo piso de algunas edificaciones con música amplificada que tortura al vecindario, como ocurre en una esquina diagonal a la Cámara de Comercio, además de otros lugares.
Frente al Centro de Convenciones hay un establecimiento que pone una banda con amplificación en la acera, en pleno espacio público, y también hace demasiado ruido. ¿Cómo es posible que esto sea permitido, cuando es obvio que el sonido sobrepasa cualquier límite de ley?
Lo que extraña de esta clase de abusos es que lo cometen personas que se supone deberían ser educadas, lo que implica respetar la tranquilidad de los demás sin que ninguna autoridad tenga que llegar a recordárselo. Por algún motivo, estas personas creen que el volumen alto es deseable, quizá por alguna deformación cultural que luego se vuelve una lesión auditiva, en un círculo vicioso en el que se sube el volumen a medida que se incrementa la sordera.
Es imposible creer que las autoridades responsables de que esto no ocurra no se den cuenta por sí mismas, deberían hacer estos operativos de oficio y de inmediato si estuvieran más pendientes, especialmente en sitios tan obvios como los mencionados aquí, que son casi imposibles de no notar. Es cierto que el EPA hace muchos más operativos contra el ruido que antes, pero para ser efectivo tiene que ser constante e implacable. Eso requiere capacidad operativa y el Distrito debería dársela toda.
En ese sentido hay que aplaudir la actividad del secretario del Interior del Distrito con sus caravanas, que se ocupa de hacer cumplir las diversas normas de los locales diurnos y nocturnos con controles cada vez más completos en diversas partes de la ciudad, incluidos los “carro-parlantes” aparcados en Castillogrande hace pocas noches, pero el corazón del Centro también es un sitio obvio para corregir las anomalías, no sea que se llegue a pensar en los barrios populares que los controles son más que todo para ellos.
Causa gran desazón que haya tantos empresarios del ruido sin ninguna conciencia de sus deberes, aunque seguramente reciten sus derechos.
Y mortifica también que puedan tener funcionarios aliados que miren para otro lado y que poco a poco la ciudad se vaya degenerando auditivamente hasta asemejarse a un solo parlante gigantesco, como ya ocurre oyéndola de noche desde algunos sitios de Turbaco.