El verdadero espacio público porteño

La última vez que pisé Filippo fue hace casi 30 años. Era el invierno de 1985, y mis tíos estaban a cargo de una obra que a mí, a los 9, me parecía faraónica, pero que era sólo la reforma de un departamento de Callao y Santa Fe. Recuerdo tardes enteras aburrida entre pintores, pensando sólo en la recompensa que vendría después, cuando los grandes irían a tomar un café a Filippo y yo atisbaría, entre tazas de espresso, de qué iba la adultez. O, mejor, el plan quizás fuera La Lecherísima: ese bar alucinante con una barra en el centro montado todo alrededor del concepto (y los productos) de una empresa láctea donde descubrí, shockeada, que en los grandes bares la Coca-Cola no viene de la botellita sino que la fabrica in situ una máquina.

Muchos años después tuve mi primer trabajo en esa zona, y me gustaba asomarme a Filippo y ver sus mesas siempre llenas, para recordar esa infancia que ya no tenía y a la que mi tía le había ayudado a escribir algunos breves pero importantes capítulos ahí y en la barra de Le Caravelle en Lavalle, al final de nuestras tardes de compras en sederías y casas de zapatos.

Pienso en todo esto cuando veo, ahora, la esquina de Filippo empapelada de blanco. El bar cerró, como otros tantos más o menos emblemáticos. Y pienso, enseguida, cómo nuestra historia se construye en los bares. Un rasgo que define el gen porteño, que traspasa las fronteras geográficas y nos incluye en ese gentilicio a todos los ciudadanos del Area Metropolitana de Buenos Aires, es que las huellas de nuestras vidas van quedando marcada en los bares. Como las miguitas de Hansel y Gretel, recogiéndolas podemos trazar el recorrido que hemos hecho y que nos lleva “a casa”, a lo que en definitiva somos.

Recuerdo entonces la pizzería Loreto de Sarandí donde los alumnos del Inmaculada transitábamos la adolescencia a principios de los 90. Configuro mi GPS emocional y las coordenadas me llevan ahora al bar de Moreno y Riobamba, que creo que ni nombre tenía, donde cada lunes llegaba media hora temprano a mis clases de periodismo en el Instituto Grafotécnico y me pedía el cortado con crema que servía Mario, el mejor que probé en mi vida. Paso por el Petit de Avellaneda, frente a la plaza Alsina, también cerrado recientemente y un punto de referencia en los primeros tiempos en que empecé a trabajar de periodista. Vino después The Oldest, en Caballito, donde iba con mi marido cuando recién éramos novios y me recuerdo, con él esperando en una mesa, en el baño de Vitreaux, cerca de la facultad de Filosofía, una mañana cuando por suerte el Evatest no quiso aún dar positivo. Siguió el viejo Undici en Barracas -el pizza café entra en la categoría- donde pasé noches enteras. Tuve tardes de confesiones con mis amigas del alma en Malvón y Mark’s, el mejor reencuentro con mi hermano en el desaparecido Taormina y una de las anécdotas más divertidas con mi madre sentadas en el Buddha Bar del Barrio Chino. Guardo memorables charlas de hermanas en el bar del Alvear, jugando a ser parte de un mundo que no nos pertenece, o fingiéndonos en Nueva York en el I Fresh Market (antes de que su nombre figurara en el expediente Ciccone). Ahora, cuando tenemos alguna tarde libre con mi marido, adoro ir a merendar a El Piave -la heladería también entra en la categoría- y zanjar la discusión eterna entre café y helado mientras miramos las revistas de la farándula.

¿Por qué necesitamos tanto del café? No somos el único pueblo que lo hace, pero hay algo de especial en nuestro rito. Es el punto de encuentro con el otro, pero también con uno mismo: podemos disfrutar igual del café con amigos que del café solos leyendo un libro. Es una forma de expresión del espíritu gregario. La posibilidad de la reunión, de estar rodeados de otros con quienes tenemos una pertenencia efímera: compartimos ese rato en ese espacio. La pertenencia puede ser la clave: por un motivo u otro vamos eligiendo este bar y no aquel, vamos encontrando nuestro lugar, identificándonos y defendiéndolo incluso como una causa personal, como han hecho los viejos habitués del Británico. Para los porteños, los bares son nuestro verdadero espacio público.

En estos días se habla de recuperar el Molino, símbolo del café porteño. Pero mi hermana me dice que ciertos bares, como Filippo, se van muriendo porque son de otra época: más allá de la economía, la gente ya no los elige. “Le pusieron un Starbucks enfrente”, dictamina sobre su sentencia de muerte. Ahora se transformará en un Tienda de Café.

Tal vez tenga razón. Tal vez no querramos buscar más con la mirada a los mozos de camisa y moñito, y prefiramos a los chicos colombianos que siempre nos saludan amables y nos imponen un sobrenombre sobre el vaso de plástico (¿quién te dijo que quiero que me llamen “Adri”?). Tal vez, en estos tiempos de tanta individualidad, algunos cambien el hábito del cafecito por la experiencia doméstica de la cápsula. Tal vez, como en tantas cosas, sea sólo un período de cambios. Tal vez el café, como toda institución, mute y resista. Tal vez en unos años sea otro, pero siga siendo el mismo.

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