‘Cómo conocí a vuestra madre’ (2005–2014)
18 agosto 2014
10:22h
Si uno tiene su médico de cabecera, su peluquero de confianza, su cine de los domingos y compra el mismo periódico cada mañana en el mismo quiosco antes de subirse a la misma línea de metro, no parece descabellado pensar en la idea de tener un bar habitual. Ese cuartel general al que acudir cuando todo alrededor parece desmoronarse. Un lugar, como cantaban en la intro de ‘Cheers’, donde todo el mundo conoce tu nombre. Un bar de esos con el logo descolorido y ochentero de Fanta a modo de rótulo y, a poder ser, bautizado con el mismo nombre que el señor con bigote que está tras la barra poniendo cervezas, pasando la mopa como si tuviera TOC e insultando al árbitro de un Kaiserslautern-Stuttgart random que por algún motivo extraño está sintonizado en el televisor.
Un bar no es más que el ancla a la que aferrarnos en un mundo que gira demasiado rápido. Un microuniverso que se mantiene intacto mientras ahí afuera las tascas de antaño se convierten en gastropubs de la noche a la mañana y los camareros parecen hipsters importados de Brooklyn programados para recomendarte alguna cerveza artesana producida en un radio de menos de 40 kilómetros.
Tener un bar habitual es optimizar tu tiempo y ahorrarte sorpresas desagradables. Economizar saliva e ir a tiro hecho. No tener que especificar cada día que quieres azúcar moreno con el café, el vermú rojo, el pincho de tortilla frío y nada de frutos secos. No enfangarte en discusiones metafísicas sobre el tamaño de la caña y que el WiFI, oh bendito este momento, se conecte automáticamente. Saber dónde está el cuarto de baño, cada cuánto se apaga la luz y conocer las obscenidades grabadas en su puerta como si fueran los lunares de tu novia. Hogar, dulce hogar.
Ser habitual de un bar no debe confundirse con ser el coleguita del camarero
”
Pero lo cierto es que convertirse en el habitual de un bar es algo que está socialmente mal visto. Asociamos esta figura al parroquiano borrachín de nariz amoratada y bulbosa que, acodado en su posición privilegiada en la barra, como un rey sin reino, ejerce al mismo tiempo las funciones de seleccionador nacional de fútbol, ministro de asuntos exteriores y veterano de Vietnam, sin moverse de la misma baldosa. El Pablo Sandoval de ‘El secreto de sus ojos’. Es decir, un tuitero 1.0.
Sin embargo, ¿existe algo más bonito que ganarse la confianza y el respeto en un bar? ¿Convertir esas primeras miradas de desconfianza al forastero en cálidas bienvenidas? ¿Entenderse con el camarero con tan sólo enarcar un poco las cejas, alcanzando un nivel de complicidad sólo visto antes entre Baresi y Costacurta, Mel Gibson y Danny Glover en ‘Arma’ Letal y Han Solo y Chewbacca?
Ser habitual de un bar no debe confundirse con ser el coleguita del camarero. No vas ahí para estar de cháchara, ni para recibir sermones. Vas ahí porque aborreces la novedad. Porque huyes del nuevo must gastronómico de la temporada, de las presentaciones y de las sonrisas almidonadas.
En una ocasión conocí a un chico que estaba trabajando en un guión para un corto. El argumento transcurría en una Madrid apocalíptica, devastada por un ataque de zombis, cuyo último reducto de civilización, la última esperanza de la humanidad, se encontraba dentro de las paredes del Milford, donde, ajenos a todo lo que estaba sucediendo fuera, sus envarados camareros y sus clientes habituales, borrachuzos con aires de dandi, flâneurs y superabuelas del Barrio Salamanca que se echan al gaznate un gin tonic con la misma naturalidad que la Reina Madre de Inglaterra, formaban la Resistencia. El Milford, esa burbuja anacrónica en Juan Bravo, donde el tiempo parece haberse detenido, como único sitio sin contagio me parece una metáfora preciosa del mundo moderno en el que vivimos. Aún no entiendo cómo los productores no se matan entre ellos por los derechos de esta historia.
Tengan cuidado ahí fuera con los zombis. Yo les espero en el bar. En el bar de siempre.
Vive la Résistence!
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