Hace años que nos conocemos, el mozo y yo. Pero hace mucho tiempo que no nos vemos. Desde que mi hijo terminó la primaria, siete años.
Me siento de nuevo en ese bar donde junto a otros padres compartimos charlas que entonces pensamos importantes y que ahora perdieron toda trascendencia.
Fueron tan efímeras como la niñez de nuestros hijos, que ya son universitarios y no comparten aulas ni patio de recreo.
El bar es chico y tiene un solo mozo, que viene a saludarme apenas me siento. Es efusivo pero respetuoso, y me pregunta, “¿mitad y mitad, como siempre?”.
Sí, se acuerda que mis cortados eran siempre mitad y mitad. Pero se acuerda también del grupo de padres completo y va preguntando de a uno por todos. Por todos pregunta el mozo y los nombra sin equivocarse.
También pregunta por los que fueron niños. Y entonces le cuento que uno enfermó y murió. Es discreto y no quiere detalles, pero acusa el golpe.
Cuando trae mi cortado, baja la voz y me cuenta: “Yo también perdí una sobrina. Quince años tenía. No, ni por enfermedad ni por accidente. Se suicidó. En la familia dicen que fue una pena de amor. Mi señora era, además de su tía, su madrina. Quedó destrozada. Yo hice lo que pude hasta que pude. Pero un día no pude más”.
Y me mira.
No le pregunto nada. Pero él sigue:
–¿Sabe por qué no pude más?, porque hay cosas que no se hacen. Mi señora tenía pesadillas, la veía a la nena colgada de la viga y se despertaba gritando. Y yo ahí, al lado de ella para consolarla, siempre la consolé, todas las noches la consolé. Hasta que una mañana mi señora se despertó en paz y me dijo: “Estuve con ella, vino, me agarró la mano. Estaba linda Camila, sin la marca de la soga, sólo su tatuaje cerca del cuello, estuvimos juntas toda la noche”.
Me lo contaba con una sonrisa que no le conocía, y hace más de veinte que estamos juntos –me dice el mozo con la mirada perdida tras las ventanas del bar, mientras vuelve a repetir–, hay cosas que no se hacen.
Y me mira de reojo esperando que reaccione.
Me animo: “¿Qué cosas no se hacen?”.
–¿En serio quiere saber, en serio? –se entusiasma y se pone un poco colorado–. Es que pobre piba, se colgó y se murió pero le arruinó la vida a unos cuantos. A mí también, a mí también.
–Claro, su señora no pudo reponerse nunca.
–Y yo tampoco desde esa noche en que se le apareció.
–¿Y por qué desde esa noche? –mi ansiedad lo excita, se inclina, y ya no para.
–Es que le pregunté a mi señora si la nena le había hablado y me dijo que no. Me juró que no. Una y otra vez le pregunté y me dijo que no, que no, que no le había dicho una palabra.
No entiendo su angustia pero estoy tenso porque la cara del mozo se transforma.
–La tragedia empezó cuando Camila se suicidó, pero sigue todos los días para mí –se lamenta en voz más alta–. Mi señora soñó con la nena, ella se le apareció pero no hablaron nada –resume y sigue–. Fui y le jugué al 47, ¿sabe qué es el 47 en la quiniela?
–No.
–El muerto, es –y casi gritando– ¡el muertooo! Me jugué el sueldo. Si ganaba, cobraba una fortuna.
–¿Y?
–Salió el 48, ¿puede creer? El 48 salió, la puta madre. El 48 es il morto che parla. Seguro que la muertita le habló y la bruja no la escuchó. Es un poco sorda la bruja y Camila lo sabía. ¿Por qué no le habló más fuerte?
“Hay cosas que no se hacen”, dice moviendo la cabeza. Y se va porque lo llaman desde otra mesa.