El bar del Hotel Madrid era como el Café Gijón madrileño, salvando las distancias. En el Gijón del Paseo de Recoletos, en el año 1968, conocí a un joven Antonio Gala. Eran los años en los que estaban de moda el pantalón de pata de elefante y las camisas floreadas, así como las melenas al viento al estilo de los Beatles. Eran los tiempos en que los aficionados llenaban el Estadio Insular, casi todos enchaquetados y encorbatados, y muchos con sombrero. Cuando el equipo de los Germán, Tonono, Guedes, León y compañía alzaron al equipo a las cotas deportivas más gloriosas: subcampeón de liga, subcampeón de la copa de España y con participación en competición europea. Al otro lado, en Argelia, Cubillo arengaba por la radio a los independentistas canarios por una Canarias libre. A todo esto, en el vetusto y emblemático Hotel Madrid, de tanto sabor canario, se gestaba una heterogénea y sin par tertulia artística y cultural de pintores, escultores, poetas, cantantes, periodistas y estudiantes universitarios.
Yo vivía en esa época en el hotel, y tenía como vecinos de habitación al escritor Leandro Perdomo, al periodista de LA PROVINCIA Óscar Falcón Ceballos, al pintor Arjona, y al abogado Manuel Díaz Bertrana que ocupaba la habitación donde había estado Franco.
Al caer la tarde, comenzaban a llegarlos tertulianos. Personajes como Néstor Álamo, Pedro Perdomo Acedo, director del Diario de Las Palmas; Plácido Fleitas, escultor; Antonio Cillero, periodista, abogado y crítico de arte de El Eco de Canarias; Joaquín Blanco Montesdeoca, catedrático; Lorenzo Doreste, catedrático, hijo de Manuel Doreste Grande, abogado y hermano de Víctor Doreste; Julio Montesdeoca, profesor; Felo Monzón, pintor; Luis Armando Doreste, escritor: Pedro Perdomo Acevedo, periodista de LA PROVINCIA; Orlando Hernández, periodista y escritor; Antonio Izquierdo, el profesor Reina y un joven estudiante de periodismo, actualmente cronista oficial de Gran Canaria, Juan José Laforet Hernández.
La lista sería interminable, seguro que se me han escurrido muchos. También era asiduo un joven periodista de LA PROVINCIA, que, con el tiempo, llegó a ser un excelente político y diputado. Solía hacer sus brillantes oratorias sin papeles… José Carlos Mauricio, actual colaborador del que fue su periódico con espléndidos comentarios. Néstor Álamo no era de barra, solía acomodarse en la terraza. Allí le llevaban su güisqui y al rato estaba rodeado de amigos y conocidos. Padrón Quevedo, presidente del Gabinete; Pedro Perdomo, Plácido Fleitas, Miró Mainou y algunos más. Néstor solía llevar la voz cantante, tenía genio y cuando se molestaba por algo me llamaba y me decía: “¿No hemos quedado en ir al cine Rex con Sylvia?” -mi mujer-. Y arrancábamos, pasando primero a La Madrileña a comernos unos churros con chocolate. Al salir del cine, caminando, porque no le gustaba ir en coche, acompañábamos a tan ilustre amigo hasta su casa, en Vegueta.
Dentro, en la barra del bar, eran otros López. Con el ambiente a tope de pintores, escultores y músicos, con y sin partitura, y algún que otro saltimbanqui. Nos disgregábamos en grupos y casi nunca había un criterio. Se trataban los más variopintos temas y cuando la cosa entraba en calor, surgía Orlando Hernández, a quien en la barra nadie le ganaba un pulso, y con una catarata de palabras bien hilvanadas solventaba la cuestión. A eso de la medianoche llegaba el escultor José Perera de su habitual ronda por Triana. Emperchado, con su pañuelo en el bolsillo chico de la chaqueta, mano izquierda en el pantalón y en la derecha su cigarrillo Krüger. Alguien siempre le invitaba y aguantaba estoicamente, casi sin hablar, de pie hasta el cierre. Todo un personaje.
El profesor Reina, silencioso y ceremonioso, saludaba a mano alzada y en inglés, a veces en ruso. A la tercera copa que se tomaba con una pajita, comenzaba a recitar y a cantar en inglés y en ruso, hasta que una voz camuflada le gritaba: “¡Si no habla inglés ni ruso!” Y se interrumpía la función. Siempre debajo del brazo con un fleje de periódicos extranjeros.
Felo Monzón solía ir con frecuencia al salir de la Escuela Luján Pérez, donde ejercía de director, dirigiendo a la muchachada multicolor. También Vinicio Marcos, Juan Ortega Medina y Agustín Quevedo lo hacían casi siempre acompañando a Antonio Izquierdo Baños, después de que éste cerrara su cacharrería que tenía en la calle la Pelota donde tenía una tertulia particular con barra libre para sus incondicionales, a la que no faltaban Federico Sarmiento y sus inseparables Elvira Padilla y Mario Pons. Antonio Izquierdo solía cerrar el bar casi todas las noches, personaje muy querido y respetado, auténtico mecenas de pintores, escultores, poetas y músicos sin partitura. Antonio Gala estuvo varias veces, siempre que visitaba Las Palmas, en compañía de Orlando Hernández, Silvia y yo.
Como anécdota diré que Leandro Perdomo solía desayunar agua de pasote con gofio, que hacía en un infiernillo que tenía en la habitación y el olor a esta infusión corría por todo el pasillo. Una noche, nos despertamos mi mujer y yo pues se nos había caído medio techo de la habitación encima de la cama y una tromba de agua, pensé que el edificio se estaba cayendo y salimos corriendo. Total, que había sido una tubería que se reventó. Y es que, el hotel en aquella época estaba más pa’lla que pa’ ca. El escultor Perera hizo mi busto en la habitación del hotel, y Leandro Perdomo decía en su libro Desde mi cráter: “En una habitación alta de hotel está el escultor Perera y el pintor Aquilino Saavedra. Pintor y escultor se miran como dos gallos de pelea y del barro va surgiendo entre los dedos del escultor, la cabeza beethoveniana del pintor Aquilino…”.
En la barra del bar se fraguó el primer libro de poemas de los jóvenes estudiantes Juan José Laforet y Negrín: Bailando en la vía. Una obra mía en la contraportada.
Cierto día había quedado con Orlando Hernández en ir al aeropuerto a recoger al amigo Antonio Gala y me quedé dormido. A eso de las diez de la mañana me despertaban, tirando de la manta con el bastón, Antonio y Orlando.
Gracias a la buena iniciativa de los actuales propietarios, su madre y sus hijos, Paco y Vladimir, se pueden contemplar en las paredes del famoso bar, cientos de fotos enmarcadas, de los personajes que por allí pasaron y siguen pasando.
Y termino, si como dice la canción, La Bohemia es una flor de juventud, bendita bohemia y bendita juventud. Y si cualquier tiempo pasado fue mejor, en el caso que nos ocupa, no es un adjetivo es una realidad.