La cerdada diferencial

Llegan los amigos extranjeros a Bilbao con ganas de ver cosas. Como es natural, los llevamos rápido a un bar. Después, lo que hacemos es llevarlos a otro bar. Es en el tercer bar donde dejan los amigos extranjeros de hablar de museos, excursiones, funiculares y ‘scenic flight’. Perfecto. A los amigos extranjeros conviene rebajarles pronto esa hiperactividad loca que traen. O eso, o acaba uno en Gaztelugatxe, el Puerto Viejo o cualquier otro de esos lugares tan bonitos y cuesta arriba. Resignados a la idea de que en nuestra compañía los ‘tours’ van a ser más bien por Pozas, lo que hacen los amigos extranjeros es fijarse en lo que ocurre dentro de los bares, buscar en ellos la clase de peculiaridades que satisfacen a los viajeros que llegan con sandalias y supersticiones antropológicas.

Dos cosas suelen llamar su atención. Una tiene que ver con esa costumbre nuestra de pagar dejando un billete abandonado sobre la barra y perdiéndolo de vista, sin avisar al camarero ni preguntar cuánto se debe, como si tuviésemos el billete amaestrado y fuese a ocuparse él por su cuenta de todo lo respectivo al abono de lo consumido. La segunda peculiaridad que sorprende a los amigos extranjeros tiene que ver con el cerderío. Sobre todo con el hábito generalizado de tirar al suelo palillos, huesos de aceituna, cabezas de quisquillas, caracolillos vacíos, cáscaras de cacahuetes y servilletas usadas. Eso en una ronda normalita. Si se trata de una ronda especialmente consistente, no es raro que a nuestro alrededor vaya acumulándose una especie de vertedero urbano en el que tal vez vive gente bajita y puede de pronto estar sobrevolado por gaviotas.

Mientras se limpian la mayonesa de la sandalia, a veces los amigos extranjeros dicen que eso de tirar todo al suelo les parece sucio. En caso de que los amigos sean ingleses, yo les digo entonces que sucio fue lo que hicieron ellos con la India durante dos siglos. Si los amigos son franceses, les recuerdo que las cabezas que alfombraban la Plaza de la Concordia en 1793 no eran precisamente de gambas. Ya ven un poco por dónde voy. Afortunadamente, no tengo amigos alemanes y evito aplicar la ley de Godwin y terminar tal vez organizando un lío diplomático. Pensarán que soy un poco exagerado en mis respuestas. Quizás tengan razón. Pero es que me revienta estar desviviéndome por enseñarles Bilbao a los amigos extranjeros y que ellos se muestren tan desagradecidos y tiquismiquis.

Ahora que no nos leen en el extranjero, podemos convenir que sí es desagradable esa costumbre nuestra de pensar que todo el suelo del bar es una papelera. Se trata además de una extraña suerte de vandalismo condicionado. Porque podemos llenar tranquilamente de porquería el suelo de dos o tres bares, pero después, en el restaurante, ni se nos pasa por la cabeza andar eyectando los huesos de las aceitunas de la ensalada. Eso nos parecería del todo inapropiado, vulgar, censurable. ¿Pero qué clase de bárbaros…? Al rato, tomando una copa en un bar, vuelven las servilletas arrugadas a caer a nuestros pies, como si nada.

Ahora los hosteleros y el Ayuntamiento van a iniciar una campaña para fomentar que haya en los bares papeleras y para que los clientes echen allí los desperdicios que se originan en cada refrigerio. Es una gran idea. No lo es tanto el lema de la campaña: “Encesta, que no te cuesta”. Conociendo la madurez del varón medio bilbaíno, ese lema puede transformar los bares en repentinos campus de tiro baloncestístico. ¿Os acordáis, tíos, de Chicho Sibilio? Acércame el servilletero. Pues Sibilio se paraba en contraataque así y zas, triple, zas, triple, sacando el balón de aquí delante. No como Larry Bird, que tiraba así, por detrás de la cabeza, zas, zas, zas. ¿Os acordáis de Larry en el concurso del 88? ¿Echamos el concurso de triples del 88? Traed más servilleteros. Yo soy Bird, tú eres Byron Scott, tú Danny Ainge, tú Craig Hodges. Más servilleteros. Pon a grabar el móvil…

El peligro, como se ve, es grande. Pero también serán muchos los beneficios de no ensuciar tanto en los bares. Otra cosa es que dejemos a los amigos extranjeros sin peculiaridad antropológica y que terminen siendo nuestros bares tan higiénicos y sensatos como los del extramundo. Piénsenlo: si no hay en nuestros bares nada que llame un poco la atención, será difícil llevar allí a los amigos extranjeros. Y terminaremos en Artxanda, en Urkiola, o en algún otro de esos sitios tan bonitos y cuesta arriba. No interesa, estoy de acuerdo. Así que el plan es el siguiente, permítaseme perfeccionar las iniciativas municipales: nos comportamos en los bares como seres humanos hasta que entre en ellos un compatriota con amigos extranjeros. En ese momento, servilletas al suelo, bilbainadas en una esquina, discusiones a gritos y billetes abandonados encima de la barra. Saquemos lo peor de nosotros mismos, aunque sea solo para que le tiren fotos y nos dejen un poco en paz.

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