Allí, donde estaba el centro comercial Quirigua una bomba mató a quince personas en 1990; debajo de ese otro puente aparecieron diez cadáveres; de aquella parada de bus se llevaron a dos muchachos que nunca más; en aquel bar … El conteo deja sin aire. Estremece viajar dos décadas atrás y ver a esta Medellín -hoy resplandeciente- en llamas y a los gritos; a los tiros y con sirenas de fondo como un disco rayado. Y con los narcos de Pablo Escobar rajando la ciudad montados en sus motos metralletas. Ese tiempo lleva enterrado unos cuantos años. “No me importa tu pasado/ no me importa lo que hiciste/ ni los novios que tuviste/ que solamente me interesas tú” el optimismo del vallenato rebalsa de una FM que el taxista transforma muy suelto en karaoke mientras el público involuntario del asiento trasero va de un costado al otro del auto acompañando las curvas veloces de la geografía en altura. El fondo de la escena es una Medellín resucitada que hoy festeja opulencia sin dejar de ser cálida y gentil.
Y el que habla –el que canta- es Jaime, taxista y enamorado de su ciudad. Camisa y pelos al viento; preciso con el volante. Hace más de 20 años huyó de las esquirlas y venganzas eternas del cartel de Medellín, pero también de las balas de los parapoliciales, de las FARC, de la violencia oficial. Vivió como un exiliado en Nueva York donde también condujo un taxi pero extrañaba la bandeja paisa cuando se conformaba con un hot dog. Le susurraron primero, le gritaron después que su ciudad ya tenía estatus de reconstruida, amable y pacífica. Decidió volver, tenía que cumplir con sí mismo. Había una promesa. Ahora corre con una felicidad simple por la avenida El Poblado como si fuera recuperando en cada cuadra la juventud que las guerras le extraviaron. Y contagia.
Sobre el asfalto, ómnibus de colores y tamaños diversos animan el flujo entre Audis y camionetas 4×4. Bajo tierra -y también elevado- brilla el metro. Y brilla porque se lustran sus baldosas y nunca -estrictamente nunca- queda un papel flameante. Pero la eficiencia no necesariamente lleva sólo juicios optimistas.
Hay hechos y lecturas que llevan a la sospecha, son conspirativas. En el metro de Medellín no hay música, tampoco guitarristas ni estudiantes de violín como ocurre en muchos subterráneos del mundo. “Me distraje, estaba leyendo una novela, perdí el subte y me quedé al borde del andén; vino un guardia a pedirme que me fuera que no podía quedarme allí. Tenía miedo de que me tirara a las vías”, dice Jessica, docente universitaria, y recuerda otros casos en los que una mujer pasó el molinete llorando y le dijeron que en esas condiciones no podía subir al metro o que regañan a quien entra comiendo un sanguche o conminan a dejar las bebidas en los cestos de basura … A su vez, el columnista Juan Diego Restrepo escribió y criticó en la revista Semana: “Al mirar las montañas de la comunas de la periferia en las cómodas cabinas del Metrocable no puede olvidarse que su construcción solo pudo darse cuando el proyecto paramilitar, impulsado, patrocinado y coordinado por sectores económicos pujantes de la ciudad, tolerado por la clase política y respaldado por la Fuerza Pública, logró imponer sus condiciones militares en el terreno, dejando cientos de muertos”.
Restrepo sostiene pesimista que los “narcotraficantes también comprendieron que las alianzas con el sector privado eran importantes, por ello apalancaron empresas y financiaron a industriales al borde de la quiebra, quienes hoy fungen como guardianes de la moral”.
Sin embargo, otro realismo asoma cuando el rugir sedoso del metro se detiene en la estación Acevedo de la línea A. Una multitud desciende y combina con el funicular que cruza el río, asciende por la ladera del valle e inicia una transición que funde los barrios con las comunas (villas).
Allí donde el funicular hace una parada clave en la estación Santo Domingo el escenario se transforma. Pero no hay cambios bruscos. La comuna La esperanza es una enorme mancha roja de casas construidas con ladrillos y donde no hay señales de un desplazamiento en la escala social: el diseño urbanístico provoca un aterrizaje apacible. Calles amplias, casas abiertas, manos amigas. A continuación y sin turbulencias, pero imponente, se erige la Biblioteca España. Es un edificio evidente en medio de un barrio humilde; tres bloques negros que, lejos de marcar distancias, funcionan como puentes. Modos de transformación cultural y social de la ciudad, dicen que ése ha sido el objetivo desde que se inauguró en 2007. Después hubo problemas estructurales y leyendas que decían que se venía abajo.
La caída y su simbolismo hubieran sido mortíferos. La vsoz autorizada de la Universidad Nacional dijo que no, que iba a seguir de pie y que sólo se necesitaban trabajos de maquillaje, no de fondo. Lleva el nombre de Biblioteca España en honor a la contribución del gobierno español con la dotación de un auditorio. Por esta obra el arquitecto Giancarlo Mazzanti ha sido premiado, en la VI Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo, Lisboa 2008.
Como parte de un juego didáctico, los chicos suben por ascensor de la Biblioteca con sus uniformes de escuelas privada y sus mochilas enormes en busca del libro salvador. Que no está en Internet. Fuera, bajo el sol, guardias desarmados les sacan fotos a turistas ya hartos de las selfies. El regreso en funicular muestra el valle en todo su esplendor, paredes de ladrillos, grafitis, motos, sombrillas, bares, mandarinas y zapallos en venta. Los grises de las estaciones, de todos modos, concluyen que el tránsito a otras culturas es posible.
Ya en el corazón de la ciudad, entre la Basílica de la Candelaria y la Catedral Metropolitana de Medellín surge la Plaza Botero. Precisamente allí hay 23 esculturas en su máxima gordura que acceden a todos los pedidos de sus seguidores: firmas y fotos con las obras del artista casi ídolo nacional que ha logrado que se horneen los buñuelos Botero. El consumo también es cultural.
La noche es territorio de alegría. “Reventamos, estamos que reventamos, cada vez que de frente nos miramos …” esa salsa tiene sus años pero no hay quien pueda sortear la tentación de bailar en “El eslabón prendido” y llevar arriba las manos de todos que no son sólo latinos: también se asoman rubios en ojotas y iPhone en mano. Tras una puerta que baila sola asoman luces, sones y siluetas difusas: en un lugar donde entrarían unas cuarenta personas hay más de cien bailando sujetados a una cerveza o a un vasito de aguardientico. Aquí se baila sin pensar en mañana y se canta a los aullidos. Roces, abrazos y meneos son códigos amistosos, diálogos inconclusos del lenguaje de los cuerpos que esquivan mesas y botellas vacías siguiendo el son.
La calle sin autos de la madrugada sirve como extensión del bar y crece hasta la Plaza de los periodistas, justo enfrente de “El guanábano”, bar amigo y despojado. Difícil saber por qué ese refugio de la madrugada onírica tiene aroma a clásico, a parada de último e interminable recurso. Los relojes están detenidos y los que llenan las copas saben que aunque esté por salir el sol, siempre se vuelve por el último aguardiente antioqueño.
La reconstrucción de Medellín tuvo algo de regreso a la vida, de promesa. Como aquella que se lee en el vallenato “Jaime Molina”, el preferido de Gabriel García Márquez, que espanta la tristeza con lágrimas de alegría. Molina era pintor; su amigo Rafael Escalonas, compositor de vallenatos. “Recuerdo que Jaime Molina cuando estaba borracho ponía esta condición/ Que, si yo moría primero me hacía un retrato/ o, si él se moría primero le sacaba un son”, así lo homenajeó el músico al artista plástico; así los paisas festejan su ciudad: volviendo. No hay despedida posible.