EL PEZ SOLUBLE
Jordi Soler
Hace unas semanas, en una noche loca de viernes en Barcelona, un joven, no menos loco, provocó y protagonizó una escena que ilustra perfectamente esa pulsión del siglo XXI que es el exhibicionismo. El joven, que era ya casi un señor, andaba de turista por la ciudad con un grupo de amigos, eran todos de algún pueblo de España y en Barcelona buscaban mujeres guapas y desinhibidas, bares con bebidas humeantes de color chillón, discotecas que ponen un éxito tras otro hasta que sale el sol, en fin, buscaban la diversión que ofrece cualquier ciudad medianamente cosmopolita.
Pero algo se torció en aquel plan que habían tramado al detalle en el bar de su pueblo, en ese bar donde habían visto y verán pasar los mejores días de su vida, y donde también han visto y verán pasar a sus vecinos, y a los hijos y a los nietos de estos, en un monótono desfile inter generacional en el que Don Fulgencio, el dueño de la panadería, que pasaba por enfrente del bar en 1950, cedió su lugar a Fulgencio Junior y al hijo de este, Fulgencito, que siguen pasando, en este año 2015, todos los días por ahí. Cuento esto para hacer ver lo plácida que puede ser la vida en un pueblo, pero también lo asfixiante que debe ser esta para un joven con ínfulas y lleno de una desbocada vitalidad. Así que aburridos de sentarse en ese bar, los jóvenes decidieron pasar unos días en Barcelona, un fin de semana planeado al detalle que, como he sugerido más arriba, debe haberse torcido pues la pandilla de muchachos pueblerinos terminó, a la media noche de un viernes, deambulando por una avenida, sin chicas desinhibidas ni bebidas humeantes de colores estentóreos, una avenida en donde no hay más que automóviles y un montón de tiendas que a esas horas ya estaban cerradas. El dato de las tiendas cancelaba el último recurso del joven español que ha ido a buscar novia a la ciudad y que, al no encontrarla en esas discotecas que no paran de tocar éxitos hasta que sale el sol, se meten al almacén El corte inglés (el equivalente a, digamos, Liverpool) y, mientras sopesan fingidamente dos productos electrónicos, maniobran para ligar con la dependienta. De El corte inglés han salido varios, y muy sonados, romances, pero ninguno puede atribuirse al grupo de muchachos que quería escapar de las tardes interminables en el bar del pueblo, por la sencilla razón de que a esas horas el almacén ya había cerrado, y las dependientas ya estaban en el bar, desinhibidas ante su bebida humeante o generando un terremoto con su danza desenfrenada en la pista de la discoteca.
Supongo que el ambiente en ese grupo de muchachos provincianos se acercaba a la frustración, llevarían la boca pastosa de tanto beber cerveza (y no humeantes bebidas de color) y una sensación de fracaso que iría aumentando hasta que llegó a su punto de ebullición en uno de ellos y lo hizo concebir un divertimento desgraciado que, según se supo después, ya había puesto en práctica otros fines de semana, en otras ciudades de España. Pues este joven que bullía le pidió a otro que grabara, con su teléfono, lo que iba a hacer a continuación, y lo que quedó grabado ya lo ha visto usted probablemente en YouTube: se ve al joven haciendo un conteo regresivo (y pastoso por el efecto de la cerveza) y una vez que llega al cero, se lanza contra una señora que está de espaldas, esperando un taxi, y le da una patada, de estética puramente futbolística, que la hace caer al suelo. Luego se oye el insulto que grita la amiga de la pobre mujer, y las risas del improvisado camarógrafo. Una vez conseguida la proeza, los chicos del pueblo subieron el video a una red social. Al día siguiente toda Barcelona difundía el video y pedía la cabeza del salvaje que había pateado por diversión a esa pobre señora en la Avenida Diagonal. El escándalo en internet, y la difusión masiva del video, hizo que la policía diera rápidamente con el joven infractor, que dos días después ya estaba de regreso en el bar de su pueblo, bebiendo cerveza, viendo pasar la vida como de costumbre, y también viendo llegar a dos uniformados que lo llevaron ante un juez a declarar.
Este operativo social por internet, la reacción de los ciudadanos que se pusieron a difundir la tropelía del joven turista, y que lograron que la policía diera rápidamente con él, tiene su contraparte en las motivaciones que pudo tener el joven para patear a esa señora; a la acción positiva de la ciudadanía, que se valió de la Red para denunciar un delito, se contrapone la oscuridad del joven turista, que utilizó la Red para difundir su fechoría. Lo desconcertante de este caso, al margen del escalofrío que produce la violencia gratuita desplegada por ese joven, son esas dos caras que tiene internet: la que ayuda a atrapar a un agresor, y la que impulsa a este agresor a hacer lo que hizo, porque sin cámara, sin el aliciente de hacerse famoso en las redes sociales, sin esa posibilidad de salir del anonimato que le brindaba esa patada colgada en Facebook, ¿se hubiera animado a hacerlo?