Leonel Giacometto

“A veces pasa”, escuchó que decían.

A Gabriel Giménez le faltaban cuatro meses para casarse cuando descubrió al amor de su vida. Ocurrió una noche en un bar, en compañía de Andrea García, su novia. Ese bar, esa noche, estaba tan lleno de gente que él creyó asfixiarse por el humo de los cigarrillos. Avanzaba con dificultad -siempre detrás de su novia-en pos de una mesa. Fue entonces cuando, a tres pasos de uno de los baños, Gabriel Giménez descubrió al amor de su vida.

Inmediatamente comprendió cuál era la debilidad por donde su destino cambiaría de rumbo. Súbitamente reconoció que consagraría su vida entera a esa persona que no dejaba de mirarlo. Ese instante (lo que duró la mirada de esa persona) encerró tantas explosiones mentales que Gabriel Giménez creyó que el bar estaba desierto, silencioso y todo impregnado de un extraño azul. Un azul severo, desesperado. Ya no tenía cuerpo, sólo dos ojos fijos sobre esa persona que acababa de conocer (y no). Imaginó ese cuerpo en reposo. Examinó sus piernas, la breve intensidad de sus tobillos, la extensa llanura pectoral y el cuello, como receptor de audaces movimientos.

Mientras Andrea le hablaba, ya acomodados a una mesa, Gabriel Giménez sintió, al fin, la misma ráfaga de ternura que había experimentado hacía quince años atrás cuando, bañándose, fue acariciado por las ásperas manos de Edgardo, el novio de su madre. Recordó la infinita ternura que había sentido, la nueva sensación de tener un cuerpo que respiraba detrás suyo, y la calidez de su nuca al recibir la respiración de Edgardo, el novio de su madre. Pero la persona, que no estaba entretenida en ensoñaciones tiernas, se esfumó en el baño de caballeros. Gabriel Giménez pensó, se imaginó levantándose e ingresando al baño. En la cuarta puerta de los individuales, de espaldas y con la cabeza de perfil, él vio que el amor de su vida lo estaba esperando. La excitada respiración crecía; pero en vano. Terminó evaporándose con tres palabras de su novia: “Voy al baño”.

–Yo también –dijo él decidido.

–Esperá que vuelva yo… Con toda la gente que hay nos van a sacar la mesa –refutó ella. Y ahí las imágenes se le desplomaron y Andrea García fue al baño. En ese momento, el otro, el amor de su vida, desconcertado volvía a su lugar, a tres pasos del baño de caballeros.

–Andá, si querés –dijo ella al volver. Y Gabriel Giménez se levantó con los ojos cerrados.

Se llamaba Sebastián Prado y todavía era un muchachito cuando abrió la puerta del baño de caballeros y lo vio frente al gran espejo. La tensión le producía un descontrolado y hasta sensual movimiento del labio inferior. Se paró a su lado y consiguió rozarle un codo. El otro lo advirtió y miró por el espejo. Estaban inmóviles con el ruido de las canillas de fondo.

“¿Tus ojos son azules, no?”, escuchó que le preguntaba. Sebastián respondió afirmativamente con la cabeza inclinándola imperceptiblemente hacia el otro, que lo miraba por el espejo.

–Me llamo Sebastián –dijo controlando el labio inferior.

–Yo soy Gabriel.

–Sebastián Prado.

–Gabriel Giménez.

Sebastián no sabía dónde situar la mirada. Gabriel seguía observando la imagen reflejada y buscaba palabras; unía frases e inútilmente articulaba gestos esperando no quebrarse. Su transparencia era notable pero estaba decidido a no dar un paso en falso. Casi titubeando y presto a la partida terminó diciendo: “Me gusta la cerveza y me caso en cuatro meses”. Y volvió luego a sentarse junto a su novia.

Dos horas después, Andrea García dormía cómodamente en casa de sus padres y Gabriel Giménez volvía al bar. Él regresaba con la imagen inventada de los pies desnudos de Sebastián y la real de sus ojos azules. Se sumergió en el ruido, en la densa atmósfera sensual de los cuerpos demasiado juntos, en las intensas miradas que esperaban respuesta. Algo parecido pensó.

Las miradas que esperan respuesta.

Pero no lo encontró. No estaban los ojos color azul severo que anhelaba reencontrar. Entre todas esas miradas sin respuesta, la suya no se diferenciaba del resto. Algo parecido pensó.

Las miradas que esperan respuesta.

“A veces pasa”, escuchó que decían.

Tomó una cerveza en la barra, salió a la calle y ya las imágenes se le iban disipando cuando en la esquina lo vio. Una vez más supo que jamás abandonaría a ese hombre que, oscuro por la noche, lo esperaba en la esquina. Y fue así, el otro lo estaba esperando en la esquina. Rectos e inmovilizados, quizás por los nervios o por el silencio de esa noche, en esa esquina había dos hombres que se observaban mutuamente los cuerpos sin atreverse a mirarse a los ojos. Sebastián fue el primero en moverse. Gabriel, simplemente, siguió sus pasos.

Caminaron siete cuadras sin saber exactamente de qué hablar, qué decir o qué preguntar.

–¿De qué signo sos? -preguntó, tímido, Sebastián sabiendo que ése era un tema demasiado ordinario. Pero él quería quebrar el silencio de la caminata con alguna palabra y, como no sabía qué tema le interesaría al otro, se dijo que el zodíaco era algo que, de alguna manera, le interesaba a todo el mundo.

–Libra. ¿Vos?

–Virgo–. Y, por primera vez en horas de mutuo conocimiento visual, sin saber muy bien el motivo, compartieron una sonrisa. A la octava cuadra, y todavía sonriendo, los ojos color azul se detuvieron frente a un pasillo oscuro.

–Acá vivo.

–¿Con quién vivís?

–Con mis viejos.

–Ah. Y ya Gabriel Giménez se estaba despidiendo cuando Sebastián Prado lo arrastró al pasillo, y ya el amor de su vida lo estaba amando cuando decidió irse. Se fue rápidamente, sin despedirse y sintiendo cómo la imagen de Sebastián se oscurecía en la penumbra del pasillo.

Camino a su casa lloró y creyó ver, desde un auto, el rostro envejecido pero sonriente de Edgardo, el antiguo novio de su madre.

Los días siguientes merodeó la cuadra del amor de su vida sin atreverse a pasar por la casa, por el pasillo. Después de cinco vueltas a la periferia lo vio bajar de un colectivo.

–Hola.

–Hola.

Los padres de Sebastián no estaban. Atravesaron el pasillo en silencio, abrieron la puerta y se besaron despacio. Mutuamente recorrieron sus cuellos con las lenguas. Cada movimiento de Sebastián era imitado por Gabriel. Se desnudaron en la cocina y torpemente, entre los restos del almuerzo, hicieron el amor. Ambos rieron por la torpeza, por los movimientos inútiles y por la prontitud de los finales.

Sebastián no hablaba pero Gabriel estaba invadido de sensaciones que tradujo en palabras. Era el encargado de hacer palabras las sensaciones, los nuevos sentimientos. Prometió no casarse e irse a vivir solo. Lo invitó (tiernamente) a compartir un lugar y habló de proyectos juntos: desde la compra de un compact disc hasta un viaje de mochileros al Machu Pichu. Sebastián no hablaba.

Hoy, ocho meses después, Gabriel Giménez serenamente duerme a mi lado. Su respiración es lenta y tiene la mano derecha apoyada sobre su pecho, que se mece pausadamente. En su rostro, hay algunos gestos que se podrían parecer a una sonrisa. Creo que sueña o que, simple y tranquilamente, duerme acompañado. Lo observo cuando faltan veinte minutos para las seis de la mañana. Estuvo casi dos horas contándome su historia: cómo no se fue a vivir solo, cómo no se casó, cómo se lo dijo a Andrea, cómo ella le dio vuelta la cara de un sonoro cachetazo, cómo lloraron, cómo Sebastián Prado se enamoró de otro y cómo no le importó.

Hoy, ocho meses y quince hombres después, Gabriel Giménez me dice que soy el amor de su vida. Y yo le creo (al menos por esta noche).

*Publicado en la antología Cuentistas rosarinos, Editorial de la Universidad Nacional de Rosario, UNR EDITORA, Rosario, 2003.

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