Los años jóvenes del Perchas

El Perchas se cuenta en dos historias. Una es la que cierran el próximo 31 de diciembre Pilar y Vicente tras 36 años y medio en los que han vivido la madurez y la senectud del ilustre bar logroñés.

Pero el camino de uno de los establecimientos más clásicos y de uno de los pinchos más especiales de la calle Laurel no habría comenzado si Baltasar Magaña y Florinda Iruzubieta no se hubieran decidido a abrir un bar en la lonja que poseían bajo el piso en el que vivían y que pudieron pagar gracias al dinero recibido por una herencia. Fueron los padres del recién nacido y lo guiaron por el buen camino en la niñez, la adolescencia y la primera madurez, hasta que les llegó la jubilación y decidieron traspasarlo.

Ellos comenzaron a escribir la crónica de un negocio familiar reconocible por cualquiera dentro de la tradición del tapeo logroñés.

Corría 1955 y, pese a que ya rondaban la cuarentena, la pareja volvió a arriesgar su patrimonio después de ver cómo no prosperó la tienda de ultramarinos con la que contaban en la calle Rodríguez Paterna. La venta al debe (hoy se fía, mañana también) acabó con el negocio en unos tiempos duros de penurias económicas.

Se convirtieron en pioneros en una travesía de Laurel en la que sólo existía entonces el Blanco y Negro, otro egregio superviviente de la senda de los elefantes, mientras que en la calle Laurel funcionaban restaurantes como el Iruña, el Matute, el Cachetero o el Buenos Aires.

La vida se pasaba entre el bar y la calle. Con unos horarios leoninos, en los que se abría a las 10 de la mañana y se echaba el cierre a eso de las 11, con Florinda en la cocina y Baltasar atendiendo tras la barra, el día transcurría entre las cuatro paredes de un negocio que se convertía a la vez en lugar de trabajo y hogar. En el local se comía, se jugaba la partida con clientes y amigos o se montaban tertulias de barrio, mientras los niños formaban sus equipos y se entretenían en la calle jugando al marro.

Vida de cuadrillas

La cordialidad con los dueños de los bares que se iban sumando marcaba un ambiente de barrio, casi de familia. Recuerda Félix Iruzubieta, hijo de Esther, la única hija de los dueños del Perchas, una anécdota muy reveladora de la fraternidad que se respiraba entonces por Laurel. Explica el nieto de los fundadores del Perchas -oyente entregado de las historias familiares vividas durante tantos años- que los hermanos Barrero, los vecinos del bar El soriano, le contaron que acostumbraban a usar el teléfono de los Magaña (el único que existía entonces en la travesía) cuando lo necesitaban y que sus abuelos les dejaban las llaves del local cuando se iban de vacaciones para que pudieran seguir llamando y atendiendo a las llamadas.

Las visitas habituales de las cuadrillas de amigos y de aquellas que se formaban entre los trabajadores de empresas cercanas, de Correos o de la Caja de Ahorros animaban cada jornada el ambiente. El descanso a media mañana para tomarse un vino era obligado. Baltasar servía su tinto de Tudelilla o el clarete de San Adrián a unos grupos de rutinas marcadas a fuego. De lunes a viernes no le hacía falta al dueño del emblemático bar mirar el reloj para conocer la hora, bastaba por ver entrar por la puerta a los clientes de siempre para saber que llegaba el mediodía o que ya ya había alcanzado el fin de la jornada. El sábado y el domingo, al acostumbrado poteo se le sumaba la partida de dados, en la que el perdedor pagaba la ronda de café, copa y puro.

Esas mismas cuadrillas fieles fueron protagonistas, allá por los 60, de una reivindicación cargada de buen humor y choteo, que se repitió durante una temporada cada vez que acababa San Mateo. Durante las fiestas, los bares tenían por costumbre subir el precio del vino para aprovechar la llegada de forasteros. El coste del chato se mantenía tras los festejos, con el consiguiente mosqueo de los asiduos de la senda de los elefantes. Así, algunos de los clientes más bulliciosos mostraban sus quejas presentándose en la puerta de los locales con botas de vino propias, bajo la amenaza (con buena base de sorna) de no volver a entrar si las cosas no volvían a su ser. El rifirrafe duraba apenas unos días y pronto se recuperaba la normalidad.

La oreja del Perchas

En este entorno nació la ya mítica oreja rebozada. Aunque Pilar y Vicente siempre la han servido de cerdo, era de cordero en un principio, pero la gran demanda y las dificultades para conseguir el producto original hizo que se fuera hacia el más accesible apéndice porcino.

Sin embargo, no fue el pincho estrella desde el principio. En unos tiempos en los que la oferta gastronómica de los bares era modesta, acorde a la situación que corría, la barra contaba en los 50 con humildes aperitivos de anchoas en aceite o albardadas y aceitunas rellenas.

La evolución de la Laurel y la mejoría económica relativa permitió la evolución hacia una carta y una variedad más amplia, en la que se podían encontrar pimientos rellenos, calamares en su tinta rellenos, huevo cocido con gamba, tortilla de patata, atún con cebolla, espárragos, anchoas rebozadas, champiñones al ajillo.

Pero, ya entonces, la oreja se había convertido en la seña de identidad del Perchas y en uno de los pinchos que han dado fama mundial a la Laurel.

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