Hace unas semanas surgió la autorizada opinión del amigo José Luis Ouro en las entrañas de este blog y, como el santo Pablo camino de Damasco, gracias a su aportación yo también me caí del caballo. Su comentario en torno a los pósters del Logroñés que sobreviven en un puñado de bares me invitaba subliminalmente a redactar esta entrada, porque coincidió con una visita al nuevo Las Gaunas, uno de los campos de fútbol más feos que uno ha visto en su vida (y ha visto unos cuantos), acompañando a unos amigos a su inesperada cita con el fútbol de segunda B: ir ese domingo por República Argentina fue como desayunar la magdalena de Proust. Un emocional regreso a la infancia y la adolescencia que me invitaba a esta reflexiones que comparto aquí con quienes, como el arriba firmante, han visto unirse en su corazón dos amores tan esquivos: los bares y el Logroñés.
La imagen que ilustra estas líneas resume a la perfección el equipaje sentimental del que hablaba: veo ese cartel que publicó en su día el diario As y me dan ganas de llorar. Por lo que fue y por lo que pudo haber sido. Lo que fue: una alineación que me conduce a mis años de chaval, cuando peregrinar a Las Gaunas significaba cruzar ante la puerta de unos cuantos locales que me siguen sonando a fútbol. Tucumán, Mar de Plata, Cinco Pesos: la trilogía de garitos que rendía tributo con su nombre a la calle que les acoge, llamada en consecuencia República Argentina. En el último de ellos se despachaban incluso entradas: era un estupendo modo de adquirir una de infantil cuando se llegaba a la edad de cadete y una de cadete entrada en la condición de juvenil, estratagema que funcionaba peor en la taquilla del añorado Las Gaunas (el auténtico) por el celo del taquillero pero que menguaba la derrama exigida para ingresar en nuestro particular teatro de los sueños.
En realidad, la travesía dominical se iniciaba antes, mucho antes: era frecuente quedar con los amigos en algún bar a medio camino entre el hogar familiar y el campo de fútbol, lo cual también resultaba consecuente con la propia historia del club de nuestra devoción, muy ligada al mundo hostelero local. Al Logroñés, en efecto, lo conocí cuando tenía su sede en un desaparecido bar de la calle Bretón, llamado Alfred´s (nomenclatura muy setentera). Por otro lado, su eterno presidente, el recordado Césareo Remón, era un prohombre de la hostelería local, con mando en plaza en el hoy resucitado Las Cañas, así que todo alrededor de los colores blanco y rojo apuntaba hacia el objeto de este blog, los bares. Los bares eran también, por cierto, la salida natural para muchos futbolistas cuando se jubilaban y en los bares era costumbre encontrarse con ellos cuando aún ejercían como tales, matando el tiempo entre partidas de cartas y ligoteo con camareras y clientas: no sé la razón pero desde antaño un tipo de esmerada planta y buena billetera ha atraído al género femenino con una facilidad envidiable. La verdad es que no me lo explico.
De hecho, las andanzas empresariales de unos cuantos exblanquirrojos cuando abandonan el fútbol ya fueron materia de una entrada en este blog. Si hoy vuelvo a explorar esa veta es porque me apetece ir un poco más lejos: pensar qué bares se vinculan en mi memoria con la trayectoria del Logroñés. Y habrá que citar por lo tanto todos cuantos rodeaban el viejo campo de fútbol igual que ahora se asocia al nuevo estadio con los locales surgidos a su alrededor, donde se mantiene la fidelidad a ese rito del café, copa y puro clásico del prepartido. En mi caso, esa cita tenía como escenario el fenecido Wellington de Jorge Vigón, donde uno se aprovisionaba de la cuota de líquido disponible para afrontar el duro trance de aposentarse en la grada de general durante el frío invierno.
Otros hinchas disponían de su campamento base en otros bares, pero todos teníamos algo en común, creo: acudir tras cada tarde en Las Gaunas al Carabanchel o al Negresco, para observar en sus monumentales pizarras (precursoras de internet sin saberlo) los resultados del resto de equipos competidores. Y una segunda coincidencia: cuando tropezábamos con el póster del Logroñés en cualquier bar, de modo automático ese bar se convertía en ‘nuestro’ bar. Así que el improbable lector de este blog puede practicar ahora el siguiente rito: cierre los ojos, ingrese en el desaparecido bar La Simpatía y contemple el póster que aquí adjuntamos, similar al que allí existía. Y recite conmigo: de pie, Belaza, Marín, Álava, Corcuera, Cenitagoya (sin bigote) y García Fernández; agachados, Hernáez, Luisi, Ortega, Berasategui e Iriarte (con pelo). Al fondo, la grada de un estadio abarrotado (sí, más o menos como ahora), que no era Las Gaunas pero que se parece en su humilde y venerable aspecto: tribuna sin asientos, rótulos muy años 70, ausencia de cuarto árbitro así como de otras tonterías recientes. Ah, y ese público que se protege del sol con sombreros de papel: ese público que si fuera de Logroño vendría de tomarse su carajillo en el Mar de Plata, de fumarse una faria en el Tucumán o de comprar su entrada de cadete en el Cinco Pesos para engañar al boina que custodiaba la entrada a Las Gaunas. Pensando que toda la vida sería así de feliz.
P.D. Decía que ese póster con las leyendas en blanco y rojo de mi mocedad me disparaba la emoción… por lo que pudo haber sido. Es decir, qué hubiera pasado con el fútbol en Logroño de no incurrir en el rosario de tropezones y fiascos que hemos ido conociendo, sobre los que no abundaré. Es una página tan dolorosa, por absurda, que prefiero olvidarla. Prefiero quedarme con lo bueno. Los bares y el Logroñés, el viejo Las Gaunas… con sus propios bares: los ambigús de General y Preferente (donde era tan fácil irse sin pagar) y los camareros ambulantes, cuya letanía todavía me parece escuchar: “Hay Kas Limón, Kas Naranja, Kaskol, esquisoles…”