Alberto Herrera Ocampo M.D

En la calle veintiuna de Pereira, entre carreras cuarta y quinta, hay un sitio especial de diversión. Es un pequeño bar que alberga dos raídas mesas de billar, para la lúdica de avezados billaristas.

El bar del cuento es regentado por don Carlos Guzmán, un humilde ciudadano oriundo de Palocabildo (Tol), que recaló sus sueños en la urbe querendona hace más de veinte años y que atiende su negocio con gentileza y premura, asesorado en ocasiones por su consorte, doña Nancy Rivera.

Lo mejor del sitio es el calor humano que allí se respira y la música de antaño que se muele para unos parroquianos amables, casi todos pensionados de Hilos Cadena, que allí han encontrado reposo y sana bohemia para su angustia existencial. Lo anterior permite que el lugar sea motivo de encuentro para la tertulia franca y la alegre camaradería.

Como el sitio enunciado está cercano a mi hábitat, muchas veces he aparcado mi modesto Ford azul eléctrico al frente del sitio y por ello he podido hacer nuevos amigos y nuevos conocidos.

El palique etílico se entabla entonces con don Adán Hernández, excelente anfitrión y romántico irredento que, en su larga vida, tiene un largo anecdotario. Allí también conocí a Julián Cardona, siempre a bordo de un agua de cebada. Este es un arriscado personaje que cuando, ocasionalmente, se arma algún zafarrancho, ni siquiera se pone pálido para lancear las trompadas que allí se reparten a discreción.

También por allí transitan y beben otros caballeros cordiales y simpáticos como Hernán Gutérrez, alias “Chorizo”, Edilberto Holguín, siempre con el “gatillo” en ristre y un César Augusto que vuela bajito, cual “Gaviota”. Y que no se nos quede en el P.C. Arnoby Toro, experto cazador de mojarras. No falta también José, un varón ventripotente que se devora todo el chicharrón. Este es un taco arrimado que oficia como “guachidormilante” de la cuadra, para cuidar el sueño del vecindario.

Pero el cliente estrella de don Carlos, el barman, era don RODOLFO ARANGO, un ácrata consumado que por trece año ocupó, todas las noches la primera butaca de esta cantina y entre anises y otras sustancias non sanctas, calmaba la angustia que lo obsedía y por ello portaba en su pecho la estrella de David al lado de la Cruz Swástica. Cualquier día el simpático Rodolfo se cansó de mal vivir y viajó a las rutas estelares, sin despedirse.

Pero como en toda tertulia no puede faltar el personaje simpático y funambulesco, allí no falta, diaria y nochemente, un espécimen humano, alto y magro que exhibe dos desmesurados caninos que rememoran al vampiro de Brian Stoker. Pero este hombre es acucioso y tras su ansia sitibunda bebe, gracias a generosos bohemios, ríos generosos de cerveza. Es “BARTOLO” un alegre homínido convertido en el personaje típico de los billares.

A lindes de los Billares del cuento existe otro bar nocturno donde solo escucha el rock, el rap, el reggae y otros sones modernos. Obviamente la clientela es una horda juvenil que contrasta con los veteranos vecinos. Aquellos invaden la acera respectiva y cuando sus monedas escasean acuden donde “Carlitos” a comprar un cigarro o una devaluada cerveza, al alcance de sus ilíquidos bolsillos.

Quería entonces hacer un parvo boceto de un sitio bohemio y proletario donde la clase media y popular se divierten a sus anchas con una música genial y en un ambiente pacífico. Au!

El relato descrito me hace evocar al vate Guillermo Torres Quintero que decía:

“Estoy borracho amada, tan borracho/ que si me viera, nunca pensarías/ que soy aquel romántico muchacho/ que amaras con pasión en otros días.

Estoy borracho amada, la cerveza/tiene al bajar de la garganta al pecho/ el acíbar fatal de mis tristeza/y el amargo sabor de mi despecho.

Mas siempre un ebrio fui , que a los destellos/ de otras noches serenas y tranquilas/ me embriagaba de amor en tus cabellos/ y de luz me embriagaba en tus pupilas.

La luna entre mi vaso se ha caído/ y en mi dolor, que a tu dolor se aúna/ como una enorme pócima de olvido/ de un solo sorbo me bebí la luna.”