Parada Bar Oriente

 Foto: LA NACION / Sol Miraglia 

El ruido de motores de autos y motos rasa el paisaje de Álvarez Thomas y Plaza. Como el exceso de pimienta, que hace que todo sepa a ella. Pero cuando el semáforo cambia a rojo, la vulgaridad de su ráfaga de desvanece y en Villa Ortúzar vuelven los detalles: el sonido de los rayos de la bicicleta de un muchacho que dobla por la calle Plaza, las uñas de un ovejero alemán que sube a la vereda. Y el Bar Oriente.

Allí dentro, aunque por sus ventanas abiertas se cuela el sonido de esa popular de fútbol con garganta de motores que es la avenida, la voracidad es por lo conocido. La premura es por el encuentro: se sabe quién toma qué cosa, en qué mesa se sentará y qué no hay que preguntarle. Oriente es un bar de caras.

A Oriente muchos van a buscarse.

En 1993, después de trabajar veintiocho años en un restaurante de La Paternal, Dionisio Basabe compró el fondo de comercio “de un bar muerto a un hombre muy mayor, gallego él, que estaba en las últimas, tal es así que al poco tiempo murió”. Cuando se hizo cargo de Oriente no existía el Wi-Fi y no había televisión ni aire acondicionado.

Ahora son las 3 de la tarde de un jueves de marzo de 2015 y no hay Wi-Fi ni televisor ni aire acondicionado. En la pared de la barra hay un cambalache precioso. Abarrotada de botellas, hay un reloj de Old Smuggler, una foto del papa Francisco, la caricatura de Mercedes Sosa y el estuche de una cámara antigua. Entre una mulita y una botella de ginebra Bols, un cartel fileteado dice: “Abrimos cuando venimos, cerramos cuando nos vamos. Y si viene y no estamos, es que no coincidimos”. Y es tan cierto. Aunque Oriente tiene horarios es un bar de ánimos: se pone en marcha a las 7, cuando Dionisio abre, pero cierra cuando Fernando, uno de sus tres hijos, siente que es el momento.

Eso suele ser cuando Rubén, Mario, Tino, Damián, Osvaldo y el Turco se van, ya sin sol. Todas las tardes, cerca de las 5, empiezan a caer. Estacionan sus taxis y se sientan. Como las paredes de listones de madera y salpicré, como las fotos que cuelgan allí de Dionisio viajando por el país y las caricaturas de Sabato y Horacio Guaraní, ellos son del bar.

***

 Postal diaria: Mario escucha a Rubén, que fuma su cigarrillo electrónico. El Turco participa de la charla desde afuera: cuando deje de fumar se sentará a la mesa. Foto: LA NACION / Sol Miraglia 

-¿Vas a hablar conmigo o con las palomas? Dejate de joder, Mario.

De jeans y camisa de manga corta, el que acaba de entrar es Rubén. A pesar de su voz lijada por un edema de cuerdas vocales es el que más se escucha en Oriente. El bar entero sabrá quién llegó porque él saludará a todos por su nombre y en voz alta.

Hoy Mario, con su barba espesa y blanca, llegó primero. Saludó con una sonrisa a Fernando y se sentó. Hasta que Rubén -Rúben le dicen todos- lo increpó, las palomas del otro lado de la ventana lo amaron: estuvo un rato largo arrojándoles unas migas de pan que pellizcaba de la mesa.

Mario es de los que recuerdan todas las fechas -llegó de Uruguay el 19 de mayo de 1967, durmió en una pensión de Brandsen 247, en el 75 vio la película Juan que reía junto a su actual esposa- y parece sufrir si tarda en encontrar una. Cuando eso pasa, su tranquilidad y su voz suave se alteran.

No tanto como cuando discute con Rubén sobre política. O sobre cualquier cosa: Mario y Rubén pelean seguido. Esta vez fue porque Mario dice que Cristina -Fernández, la presidenta- tiene más de 20 mil millones de dólares y Rubén dice que si Bill Gates, que es el hombre más rico del mundo, tiene 70 mil millones, eso es imposible. Luego hablan de cuánto tiene Menem y tampoco se ponen de acuerdo.

-Lo que pasa es que vos odiás a todos los políticos argentinos -grita Rubén, y le sirve cerveza-. A vos te gusta el que vendía libros en el colectivo. ¡Zamora!

-¡¿Y?! -responde encendido.

-¡Zamora sólo puede vender en el colectivo!

-Ta, ta, ta. No hablemos más.

***

 La picada: el momento del aperitivo es innegociable; la picada y el vermut son los sostenes de todas las discusiones. Foto: LA NACION / Sol Miraglia 

Aunque todavía no se conocían, Oriente, Mario y el Turco -Luis, que es descendiente de sirio libaneses, pero todos le dicen Turco- ya tenían algo en común en los años 90: el realismo mágico económico impulsado por Carlos Menem. A Oriente le cambió los clientes -en 1998 dejó de ser un bar de operarios, cuando se fue la última de las fábricas que existieron en el barrio- y a Mario y a Luis los hizo taxistas.

Mario trabajó en una cerealera y fue dueño de una zapatería que funcionó bien hasta que cerró a fines de los 90. Cuando quebró el Banco Comercial de Tandil, Luis tenía 47 años y era gerente de Comercio. “Cuando me puse a buscar trabajo ya estaba fuera del sistema por la edad”, cuenta. Puso una empresa de volquetes que no anduvo y a los 50 -tiene 61- se subió a un taxi.

-Él -dice Rubén y señala a Mario- no es taxista. Maneja taxi, igual que él -señala al Luis-. Él era capo de un banco. Ellos no son taxistas. Yo soy taxista.

¿Qué son entonces?

Manejan taxis. Reniegan del tránsito, de que hay poca plata, de que pipipí papapá.

¿Vos no renegás de eso?

No, soy taxista. A mí me gusta el taxi. Ellos laburan de lo que yo elegí, yo le choreaba el taxi a mi viejo cuando dormía la siesta.

Luis ríe. Fernando le acerca un Cinzano sin que lo haya pedido. Luis marea los hielos con el dedo índice.

***

 Foto: LA NACION / Sol Miraglia 

A Dionisio, un hombre de manos gruesas y cejas serias, le gusta servir a la gente. Dice que con sólo mirarla sabe lo que están pensando, que de su mamá, que no sabía hacer una o con un vaso, aprendió como si hubiera viajado por el mundo.

A las 7 de la mañana empieza a cocinar unas empanadas poco comunes: son sinceras. Al cortarlas no hay aire, están llenísimas. Son doradas, gordas, caseras y tan ricas. Como su flan con dulce de leche, con caramelo de abuela.

Al mediodía, en las sillas que ocupaban los hombres de mameluco, ahora hay un poco más de chicas, gracias a las oficinas, los estudios de diseño y productoras de TV que se han instalado en el barrio. Pero después de las 15 ya no estarán.

En el salón, las pocas mesas ocupadas son casi exclusivamente masculinas. Comienzan a verse platitos con aceitunas, Cinzano, dados de queso con orégano, cerveza, café. Bajita, pero se oye: Fernando pone música. Lo hace para no escuchar las conversaciones que suben como vapor de alcantarilla cuando la avenida calla. Él es un hombre de gestos.

-Te pido una Coca.

-¿No querés cortarle el dulzor con un chorrito de Cinzano? -dice con una sonrisa-. Te traigo unos quesitos.

***

Es martes, son las 17.30 y Rubén está solo con una Stella Artois. Del bolsillo de la camisa saca algo que parece ser una birome negra en un extremo y transparente en el otro. Hasta que se la lleva a la boca y un humo denso lo desaparece.

-¿Qué fumás? -pregunto.

-Yo no fumo, vaporeo -dice, mientras me enseña la ex birome-. Fumaba dos paquetes por día; dejé hace cinco meses.

Lo compró por Mercado Libre. Ahí, me enteraré más tarde, lo llaman cigarrillo electrónico. Lo llena con un “gel tipo glicerina que tiene un poquito de gusto a tabaco, pero no tiene olor”.

-Mi mujer dice que se me huele -cuenta Tino, de barba candado de límites precisos y cuidados, y se señala la piel, el brazo izquierdo.

-¡De lo que habrás fumado antes! -grita Rubén-. De ahora es imposible.

Durante los siguientes quince minutos discutirá con arrebato de hincha sobre componentes, glicerina, solventes y tabaco con otro, con Carlitos, un hombre de uniforme de mantenimiento que ató la moto en el poste del semáforo y saludó a todos.

A una mesa de distancia, Jorge, un muchacho de 34 años, cadete de una lencería, toma café con leche y sonríe. Hojea una Weekend que tomó del revistero donde hay varias Condorito y Gente. Él también vaporea; se lo recomendó Rubén.

La discusión está tan caliente que nadie advierte que llegó el Turco, aunque no entró: fuma sentado en el marco de la ventana, apoyando uno de sus pies en el cantero que cuelga.

***

 Todos y más. A la izquierda: el Turco, Rubén y Tino. Contra la pared, a la derecha, un invitado del día, el ruso Arturo. El de remera a rayas es Mario y el de la violeta es el socio de Martín Osvaldo (Martín), que está al frente. Foto: LA NACION / Sol Miraglia 

Están siempre, pero no quisieron hablar conmigo. Toman café y José, el mozo, se sienta un rato con ellos. Hablan tranquilos, sonríen cada tanto. Sé que se llaman José, Chino, Chicho y Vittorio, y que se juntan desde antes de que Oriente fuera de los Basabe. José tiene un taller, el Chino trabaja en el crematorio de un cementerio, Chicho es mecánico jubilado y Vittorio, según entendí, maneja una retroexcavadora. De él sé más porque en una pared hay un cuadrito con una caricatura: “Ordenanza 1058: está terminantemente prohibido burlarse del tamaño y/o forma de la cabeza del señor Vittorio. Desde ya, muchas gracias. Atentamente, la gerencia”.

***

Hoy Rubén se fue temprano. Tino preguntará por él así: “¿Ya se fue serenata?”.

Según cuenta Osvaldo en la estación de GNC de enfrente, donde paran muchos taxistas, a todos les ponen un apodo. Está El moro, por morocho. Sin motivo, a Osvaldo le tocó Martín y hasta su mujer lo llama así.

Mientras Fernando me sirve mi jugo de naranja en un vaso más pequeño que el habitual y me explica que se quedó sin naranjas, un muchacho saluda por la ventana a la mesa de los taxistas.

-Este es Toxo, Toxoplasmosis. Ya sabés qué se le pegan, ¿no? -me dicen de mesa a mesa.

***

Viernes, 20.10. Ya se fueron todos, sólo queda Luis y, en el mostrador, en un plato, las dos últimas medialunas del día; Tino hace rato se llevó la tercera. Las aspas del ventilador de techo le pasan demasiado cerca y rápido al tubo de luz y alumbran sombras intermitentes a todo el bar; es como si Dios pestañeara histéricamente. Luis no se entera. Está concentradísimo en el sudoku y las palabras cruzadas de Clarín. En el bar se sabe que esa página suya, nadie la arranca antes.

Pido la cuenta, pero Fernando se niega:

-¿No te acordás? Ya pagaste ayer; es la otra parte del juguito al medio.

En la mesa pegada a la cafetera, Pedro, un correntino de 79 años que hace cuarenta que vive en el barrio y enviudó hace cuatro, toma el último cafecito del día. Aunque la familia de Del Viso le insiste para que se mude cerca, él no quiere. “Cuando uno hace nido es muy difícil dejarlo.”

***

Son cerca de las 19 de un jueves. Mario habla de aquella zapatería en la calle Elcano y la hija de 12 años de Rubén lo escucha atentamente, sentada frente a él. A su lado, su papá le acaricia el pelo y le dice algo sobre qué tal con esto de que vas a ser tía de nuevo -su hermana mayor está embarazada.

-¿Qué pasa?-pregunta Luis, que se suma a la conversación desde el otro lado de la ventana, porque llegó, pero jamás entró: Fernando se quedó sin Cinzano y él fue a comprarlo.

-Ah -dice Rubén-, ¿no te conté?

-¡No! Hablás pelotudeces y eso no lo contaste. Hacés adivinanzas idiotas. ¡Vas a tener un nieto! Si le llegan a poner Rubén lo secuestro, quemo los archivos y que le pongan otro nombre.

Rubén ríe y muestra fotos de toda su familia en el teléfono. No pasará más de una hora hasta que haga una de las dos adivinanzas de las que se quejaba Luis: “¿Vos vivís lejos de tu casa?” La otra es “¿Qué vas a ser cuando seas grande?”

***

Sentado de costado a su mesa, don Luis, un señor muy canoso y de bermudas juveniles, apoya su codo izquierdo sobre el respaldo de la silla y junta sus manos. Se las mira, trazando una línea recta con el piso y con el pasado. Porque se acaricia como los viejitos: lenta y tristemente.

A unos metros, Fernando de un lado y Carlitos del otro, charlan parados en el mostrador, donde vaya a saber hace cuánto tiempo pegaron un miniafiche de Hombre mirando al sudeste. A ese las ramas de un potus lo tapan un poco, no así al de Niní Marshall en Cándida ni al de Plata Dulce.

-Chau, que estén bien- se despide en voz alta don Luis y dobla por Plaza.

Un cliente advierte que don Luis olvidó sus anteojos en la mesa. Sin prisa, Fernando los agarra y sale del bar. Por las ventanas entra su voz:

-Don Luis, ¡se olvidó los anteojos!

A las 19.50 Oriente se queda sin dueño por algunos minutos. No es cierto: están Carlitos y el señor que avisó.

 El taxi de Mario es su modo de vida y también el vehículo que le permitió conocer a los parroquianos con los que comparte sus tardes. Foto: LA NACION / Sol Miraglia 

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