In memóriam
Ernesto McCausland Sojo
Mientras al fondo suena la Rapsodia Bohemia, de Freddy Mercury y Queen, me prometo a mí mismo no repetir los lugares comunes, que ya han registrado las noticias, sobre la partida final de mi amigo Ernesto McCausland Sojo. Y de inmediato pienso, o más bien siento la presencia emocional de Ana Milena Londoño, su esposa, quien fuera mi alumna alguna vez, y sospecho que mi amiga para siempre.
Y se abren mis brazos, Ana Milena, que aún tiemblan por el dolor de la muerte de mi madre hace quince días, y te acogen y te reciben entre ellos, y de pronto, en el aire, en el air du temps, en el espacio luminoso del fin de año, mis manos se vuelven palabras-palomas, como en un abracadabra, que de eso trata esta columna: de las magias de la amistad y, más que nada, del tiempo que nos labra. Por eso, más allá de las merecidas loas sobre el gran periodista, yo he venido este sábado a recordar al hermano del alma, miembro de mi misma generación, con quien me encontraba, hace treinta años, mientras al fondo sonaba la Rapsodia Bohemia, de Freddy Mercury y Queen, a soñar con una ciudad donde las letras y la cultura fueran los personajes del día.
Sí, en aquel viaje hasta el fin de la noche, en medio de la extinta bohemia más sana del mundo, nos encontrábamos en lugares como Lagovén, Olafo’s, Cascatinha, Chelsea Pub, Chic Corea Jazz Bar, o el legendario Papagallo, y, casi al amanecer, en La Cien, La Casita de Paja o La Charanga. Y ahí estaba también Marquito Schwartz, a quien tanto quiero todavía, y Mónica Gontovnik, la más leal de las amigas, y Humberto Mendieta, tan caballeroso como siempre, y Ernestico, por supuesto, con su estatura de basquetbolista trotamundos y sus sueños de periodista-escritor, en la mejor tradición de su tocayo Papá Ernest Hemingway. Y de pronto hasta pasaba por ahí, en aquella cosa ecléctica y sin prejuicios, el Gabe Cano con su melena amarilla de Lion King.
De esos tiempos también recuerdo a Mauricio Vargas, y a su hermana Eula, de quien estuve enamorado eternamente una mañana en Salgar, y a Roberto Pombo, de quien nunca fui amigo ni enemigo, sentados bajo las estrellas en la terraza-azotea del apartamento de Lola Salcedo Castañeda –y, claro, Barry Manilow cantaba her name was Lola, she was the showgirl–. Pero nada como las doce y media de la noche, en Olafo’s, cuando el DJ soltaba los perros de I will survive, de Gloria Gaynor, y uno hasta ‘levantaba’ dos que parecían una, ¿o era al revés?, mi hermano, y aquello se volvía la locura total: el que menos bailaba daba brincos sobre las mesas, All night, all ninght long, como cantaba Lionel Richie, o deseabas irte down in Africa, con Toto. Hey, mi hermano Ernestico, qué bien la hemos pasado juntos, ah, qué fiesta forever, qué felices hemos sido cuando la bohemia y la cultura iban tomadas de la mano como una parejita en la oscuridad de la noche en aquella ciudad romántica que se llamaba como esta, pero era otra.
Ay, pero las noticias dicen que tú también te has muerto, Ernesto McCausland Sojo. ‘¡Tú también, hijo mío!’, habría exclamado Shakespeare y, en argentino, hubiese dicho: ‘¡Pero che!’. Porque ya estuvo bueno, prohibo terminantemente a mis seres amados que se sigan muriendo. ¡No más!, ya me colmaron la paciencia. Mientras eso se cumple, Ana Milena, recibe mi abrazo, que es un abrazo de un árbol de cerezo. Y Ernesto, hermano mío del alma, encesta la pelota en el otro mundo, basquetbolista trotamundos.
Por Diego Marín C.
diegojosemarin@hotmail.com
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