PEDRO GUERRERO RUIZ
A esa hora, las 10 de la mañana, el salón verde del Bar León parece una cafetería de estación sin maletas. Los clientes van y vienen, salvo alguno que no espera sino la hora del baño. Desayunos con zumo y tostada de aceite, periódicos, tertulias fugaces y parejas con niños, y el color verde de los marcos de los cristales que abren una clara luz en la estancia, mientras fuera se prepara el fuego para la espetada. Aquí no hay trenes, sino la playa y esa «línea de azul indiferente» que decía Valero, el mar. Esto es La Azohía. Y compro La Opinión en el estanco de Salvadora, yo le llamo Salvatora, la hermana de Diego, el del bar que me explica cosas del pasado y el mar.
Si la proa de los barcos miran al levante la mar está tranquila aquí, limpia. A eso de las 11 ya empiezan a llegar los bañistas y toman posesión con sus sombrillas. Niños y un balón que rueda por la arena, madres entrando en el agua poco a poco. Aquí no hay prisa. La hamaca del papá, la primera cerveza fresquita a eso de las 12´30 en el chiringuito Aloha, que significa bienvenida, del futbolista José Antonio Villanueva, entre la simpatía de Ana y Raquel. Yo ya sabía que el fútbol es un negocio demasiado sucio (representantes, abogados, traductores, golfos de otros golfos que, cuando cogen el dinero, dejan a los jugadores de segunda y tercera desnudos en cualquier país del mundo, pagos retrasados y primas sin cobrarse, promesas y mentiras de los intermediarios del chantaje). Pero José Alonso es bueno, y aunque trabaja en primera y segunda división, sea en España o fuera, ahora no se irá al extranjero porque ha nacido su hija, Martina, y quiere cumplir como padre, aunque entrena y espera unos meses su nuevo destino.
Desde La Azohía se ve el arco mediterráneo (Tiñoso- Cabo Cope), el de nuestra lucha por el dominio público y el respeto naturista contra centrales nucleares, carreteras hacia ninguna parte, pueblos donde no se habla español, pelotazos en ramblas, mojones enterrados en el salón comedor y licencias ilegales. Aquí el esparto y el palmito (chamaerops humillis), la vieja higuera y la pita, lo que queda de recuerdo del viejo cuartel donde vivían los Ros y la bodega de mi amigo Alonso Molina, con su hija Laly, por donde a veces veo a mi amigo Cayetano, de Cartagena. En La Azohía se sesea, y confundo dos con doce (dose) cuando le pido cuentas a Frasquito, el único pescador que queda en este viejo mar entrañable, porque La Almadraba, también única junto a la de Barbate, es otra cosa, otra pesca, otro negocio de mirada japonesa.
Después un pescadito en El Molina, un helado de higos y un gintónic rosáceo, o un bocadillo en el Rivemar con concierto y la sonrisa de Pepa, la camarera, que juega con mi nieta Candela. Ay Candela, que este año ya quiere nadar con sus golpes de agua y ha descubierto la super Luna, las estrellas, los barquitos, el agua azul, las piedras de colores…, que se abraza a mi perro Roque y lleva a la perrita Luna de paseo. Todavía, si reservamos una mesa en Las Antípodas, le decimos a Antonio que lo haga a su hermoso nombre, Candela.
Me gusta esta mar con mi familia y al completo y una copa con los que vienen a verme, mis amigos: Antonio, con sus ojos picasianos, Lola Arcas, Pepe Planes y Fuensanta, Pepa y Leontino, Carmen y Paco Vidal, Antonio y Toñi, y el pintor y cronista de la Murcia verdadera y culta, Juan Bautista. Y Luís Santamaría y Ángela con su hijo Luís Santamaría Vázquez, hermoso nombre de torero, aunque sólo tenga unos meses. Que todo puede llegar del corazón a nuestros asuntos. Cosa del tiempo. Pero ahora Lusito está echando los dientes, y se queja, aunque es duro, y entonces viene Candela y le consuela con un abrazo y un beso que lo tengo retratado en una hermosa foto. Y, de pronto, aparece mi hijo Pedro y Rosana con un pulpo para la cocina de mi mujer. Y recojo a Pablo y a María en la histórica estación de Cartagena, que llegan a tiempo de entrar en la pequeña fiesta al fresco de una esquina de mi casa alquilada. Y venimos por Cedaceros (sedaseros). Y ahí está el mar. Y aparecen mis amigos Gabriel, y Encarna. Estamos todos. Y una pequeña brisa asoma desde la Sierra de la Muela a esta paz amorosamente húmeda.
Y mañana es ya hoy. Y vuelvo con ninguna gana a mi casa de Murcia. Es el final del verano y sin haberme leído, otra vez, El poder del perro, de Don Winslow. Pero huelo a mar y noto la sal cuando roza mi espalda la camisa.