Son las tres de la tarde de un martes soleado. El barrio está silencioso, igual de calmo que el bar al que voy cada semana. Hasta que, de pronto, me sobresalto. Un hombre abre la puerta con un movimiento torpe y entra apurado.
Alarga el paso, agitado, y se lleva por delante una bolsa de papel madera que está en el suelo, a los pies de una señora.
El hombre habla con la cajera del bar. Gesticula. Abre los brazos. Resopla. Me parece que se queja de algo pero no escucho qué es lo que dice. Y se va. Desandando el camino hacia la puerta se vuelve a tropezar con la bolsa de la señora. No estoy seguro de si el hombre se dio cuenta. Ella frunce el ceño, aprieta los labios y lo mira fijo. El hombre no detiene su paso y sale del bar.
La señora inspira profundo y echa el aire ruidosamente por su boca. Acompaña su queja moviendo la cabeza hacia un lado y el otro. “No, no. Esto es terrible, antes no pasaba”. Nos miramos, no digo nada. Ella sigue. “Qué maleducado ese tipo, un sinvergüenza”.
Noto que busca una complicidad que no tengo ganas de corresponder.
Miro hacia a la ventana, en silencio. Afuera, una pareja de ancianos camina tomada de la mano. Dos perros duermen echados en el suelo, uno al lado del otro. Un auto le toca bocina a otro que está estacionado en doble fila y no lo deja pasar.
“Te diste cuenta, ¿no? Me pateó la bolsa y ni disculpas me pidió. ¿Viste cómo son?”, insiste la señora.
***
¿Qué quiere?, me pregunto. Ella no solo no hizo nada por evitar que el hombre se llevara por delante la bolsa sino que –y sobre todo– la dejó en el medio del pasillo, como para provocar que el hombre la volviera a patear cuando saliera. Señora, ¿tanto le costaba acomodar la bolsa en la silla vacía que tiene a su lado? Lo pienso, pero no le digo nada.
“La gente, ahora, es de terror. No le importa nada lo que le pasa al otro”.
Enfocado en la ventana, escucho su voz como si fuera una radio de fondo y dejo de distinguir qué está diciendo. Me distraigo con un nene que acaricia a los perros y los despierta. Una pareja –supongo que serán los padres– sonríe y se lleva al nene de la mano.
Tomo el último sorbo de café. La señora ahora está hablando con la cajera. Además de pagar, le dice algo que no llego a comprender. Cargando la bolsa, se va del bar sin mirarme. Hasta luego, señora, le digo. Pero no me responde.
Cuando voy a pagar mi cuenta, la cajera, que lleva años en el mismo bar, me comenta que la señora se había quejado de mí. “Dijo que la maltrataste”. No sé por ni para qué, abro un poco más los ojos. “Bueno, puede ser”, respondo, entre irónico y sincero. La cajera sonríe. Me quiero sacar una duda. Entonces, le pregunto por el hombre que un rato antes había entrado agitado al bar. “Uff, ese… Pobre. Lo habían asaltado recién, no tenía plata ni celular. Me pidió hacer una llamada, pero acá no nos anda el teléfono”.