ÁBRETE SÉSAMO

Desde Madrid

Tomás Cruz transcurrió su juventud entre la militancia republicana y el escarnio franquista. Tras el fin de la Guerra Civil, sus días se sucedieron entre un frustrado exilio, confinamientos en campos de concentración y la prisión. Mucho después contó que, durante esos años, sólo los libros le restituían aquellos estados de libertad negados. Tal vez por eso, cuando salió de la cárcel, una de las primeras cosas que se preguntó era qué lecturas interesaban a la juventud de entonces, que naturalmente ya no era la suya: acababa de descubrir debajo del local de su esposa unas galerías ocultas y, entre la oscuridad subterránea, imaginó un bar con concursos de literatura para menores de 30. Derrotado por revoluciones ajenas, Tomás inició en la España de 1950 una personal. Las Cuevas de Sésamo, en pleno centro de Madrid, fueron la trinchera de una guerra intelectual en la que no ganaban las mejores balas sino las mejores letras. ¿Justicia poética? Esos veredictos se conocerán el día del Juicio Final.

Alrededor de largas rondas de vino y sangría, muchos artistas emergentes encontraron su razón de ser en las pequeñas mesas del bar y también en sus paredes, intervenidas con frases y pinceles de iluminada procedencia. Aún se conservan manuscritos de Hemingway y el pequeño fresco de Bruno Vernier, pintor ítalo-argentino admirado por Picasso, quien posterizó en el techo de esa construcción abovedada la figura de un hombre que busca emerger entre la niebla.

Primero hubo concursos de cuentos, luego de poesía y novela, y hasta también de pintura. Las competencias generaban gran interés entre quienes no superaban el corte comercial del mercado (a cargo de grandes editoriales, galerías de arte y censores oficiales), y atraía a la taberna a un efervescente nicho cautivo de muchachos que se abandonaba en largas tertulias, anacronismo de un tiempo sin Facebook ni Whatsapp.

El lugar se convirtió en reducto de una incipiente bohemia que se tallaba a sí misma, aunque la prensa de masas los denostaba con calificativos tales como “barbudos” o “melenudos”, epítetos que diez años más tarde llegarían a los periódicos de la orilla opuesta del Atlántico para referir a los habitués de otra Cueva, la de Pueyrredón, en Buenos Aires. La estructura cavernaria era encantadora, a pesar del oxígeno cargado de humedad. Lo agobiante era el prejuicio de una sociedad que miraba con desdén un escenario que ni siquiera conocía.

El consorte Juan Carlos, tan joven como aquellos que bebían, charlaban y escribían, fue uno de los pocos ajenos que se animó a romper el misterio y descendió a ese sótano ubicado en una calle llamada, curiosamente, “del Príncipe”. Su intriga y asombro se mezcló con la de los parroquianos, que no daban crédito de la inesperada visita.

Exactos 65 años después de su fundación, las Cuevas de Sésamo se mantienen como entonces, con su pequeña barrita, los mozos vestidos de chaqueta roja, un pianito de fondo acompañando el murmullo subterráneo y galones de sangría rodando en jarras. Sólo faltan el difunto Tomás Cruz y los concursos que durante tres décadas impulsaron talentos de otro modo ignorados, aunque su halo de luz sigue interrumpiendo las largas sombras del pasado que la España de hoy sigue proyectando en su suelo. Es que, a pesar de su ausencia, la muchachada sigue bajando al bar para tomar una copa, jugar al amor y entrar en devaneos y conversaciones subcutáneas. Y, al igual que los jóvenes de ayer, también leen aquel cartel en el primer peldaño de la escalera que dice: “Depende de quien pasa que yo sea tumba o tesoro. Amigo, no entres sin anhelos”.

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