Sucedió al encontrarme con un amigo ‘de antes’, ya encanecido igual que yo, con quien compartí el ambular de un vendedor de loterías por las calles de nuestra ciudad.
Por Ramón Ríos
Hacía tiempo que no nos veíamos. Tras saludarnos con un fuerte abrazo, mutuamente ponderamos nuestras apariencias:
-Vos, sí, que no tenés problemas… no te achacan los años, me dijo.
-Te parece, nomás. La procesión va por dentro, dicen por ahí, le contesté.
-¿Qué es de tu vida? Decime, ¿sos abuelo, también?, preguntó. Asentí y no me costó nombrar a cada uno de mis nietos. Enseguida, repliqué: -Se nota que te tratan bastante bien, ¡tampoco debés quejarte, viejo!
Luego de chacotear con trivialidades diversas y de ponernos serios con temas dramáticos nos remontarnos a aquella dorada época de nuestros años infanto-juveniles.
Así, ante los ojos de la evocación, desfilaron personajes legendarios, escenarios poblados de maravillas para ambiciones inocentes aún e innumerables especies de monumentos que eran el decorado distintivo de las calles conocidas en nuestras mocedades. Entonces, mi amigo y yo, alternadamente nos deleitamos con algunas de las vivencias que empezamos a rememorar:
-Hace unos días vi en la Peatonal una espléndida fotografía del Sorocabana. Una cafetería como ésa no se encuentra en cualquier lugar. Quedé impactado y no pude evitar representarme, a mí mismo, de nuevo con la facha de mocito atorrante, tomando un ‘espresso’ mientras fumaba un cigarrillo en esa barra que apenas alcanzaba. Te juro que me emocioné hasta las lágrimas.
-Decís eso y se me hace ver allí al turco don Moisés Zaín, el empresario que traía artistas de Buenos Aires y que, además, difundía por L.T.5. Radio Chaco su programa A patacón por cuadra. Incluso puedo ver al lanudito Fernando, entrando en el Copetín al paso El Madrileño o correteando por esos alrededores…
-Yo estoy tratando de figurarme la cara de recelo con que me habré acercado a mirar los vestigios del accidente donde murieron pasajeros del ómnibus chocado y arrastrado por un tren, ocurrido sobre las vías del paso a nivel de la avenida Ávalos casi La Rioja, es decir, a un costado del Club 12 de Octubre y, prácticamente, frente a la recién inaugurada La Lógica, panificadora que elaboraba unas enormes e incomparables galletas hojaldradas. Habré sentido temor, no me caben dudas, al ver el suelo teñido por salpicaduras de sangre y esparcidos los restos de La bañadera, aquel popular colectivo sin techo, que saliendo de la Plaza 25 llevaba gente al bullicioso Balneario Municipal, en esa época situado en la ribera del río Negro. A propósito de esta desaparecida existencia, digo: ¿no resulta increíble que, con tantos progresos en urbanización y proclamándose querer de tal y cual modo a la ciudad, no tengamos, acá ni en Barranqueras, siquiera una sola playita donde regalarnos un mínimo de solaz en las temporadas de calor?
-Lo que te escucho me induce pensar en el Reloj Público, una bella estructura que engalanaba la entrada principal al centro de la ciudad. Era una suerte de emblema que diera el saludo de bienvenida a quienes visitaban la capital chaqueña. Erguía su esbelta silueta en el punto de encuentro de tres importantes arterias: sobre un bajo pedestal ubicado en la mitad de la amplia bocacalle que entonces marcaba el término del pavimento de la avenida 25 de Mayo, justamente donde ésta era cruzada por el nacimiento de otras dos avenidas, la Hernandarias, hacia el sur, y la Avalos, hacia el norte. A ver, vos que solés andar mejor enterado que yo de lo que pasa en el mundo, ¿sabés quién lo sacó y adónde fue a parar? ¿Será que en un futuro cercano se lo va a emplazar otra vez, pero en un sitio más estratégico, como un atractivo turístico?, ¿creés que alguien va a informar sobre su destino?
-¡Qué esperanza! De ese servicio, mejor es olvidarse. Sabés de sobra que en estos pagos nadie rinde cuentas ni explica nada…
Ya nos habíamos acomodado en un banco de la plaza central para prolongar nuestra amena charla.
Por supuesto: en ese diálogo de dos presuntos ‘cancheros’ no omitimos regodearnos con la sonrisa insinuadora de sobrentendida confidencia para aludir (jamás mencionamos directamente las cosas, sino mediante las metáforas de esa jerga cuya pragmática uno aprende ‘haciendo la calle’) a hechos de picardías varias -tal vez propios de la edad que atravesábamos-, a trances con riesgos inesperados y a otras peripecias donde nos reconocíamos en situaciones poco felices. Y fue a esas alturas de tan placentero discurrir cuando afloró en mi recuerdo, con absoluta nitidez, aquella novedosa forma de expender cafecitos, tragos y bocadillos, ese raro modelo de barcito móvil que modificó el rutinario paisaje de la calle con mayor actividad comercial de Resistencia.
Sin tardanza para no dejar pasar la oportunidad, espeté a mi interlocutor:
-¿Te acordás de Chaquito?
-¡Cómo no! De repente, nomás, amaneció un buen día estacionado junto a la vereda de la tienda Blanco y Negro (ese imponente negocio de vestimentas, entonces ubicado en la esquina que en estos días ocupa la Galería Mara y que a la par de La Casa del Pueblo y de la Ciudad de Messina constituían –quizás, también, junto al Mástil Central, a la Catedral y a Casa Gabardini- la tradicional referencia para orientarse en el centro de la ciudad). Me acuerdo que esa extraordinaria aparición asombró a quienes a diario recorrían todos los espacios aglomerados de gentes. Y para nosotros, que transitábamos de aquí para allá esos lugares, no pudo pasar inadvertida, puesto que, no bien ‘junamos’ las peculiares características del nuevo negocio de comidas rápidas (‘al paso’, se decía entonces), nos acercamos a curiosear, o sea, a conocer algunos detalles de su funcionamiento. Porque nuestra experiencia, en ese sentido, se limitaba al registro de las viandas a domicilio brindadas por escasos restoranes, de las bandejas repletas de gigantescos sandwichs con pan francés, de la mesita portátil de los churreros, del triciclo de helados La Porteña, del carrito de manisero, llevado a empujones por su dueño, hasta de los grandes termos llenos de café, que Marocco servía a los empleados bancarios. Aparte de estos medios transportables de ofrecer comestibles (que acostumbraban instalarse oportunamente en las entradas de cines, bailes y demás espectáculos multitudinarios), los locales de comidas siempre habían sido fijos.
-¡Pará, yo también conocí eso! No te vayas por las ramas y contame sólo cómo era, de improviso le reproché.
-¡Eh, no me apures, como si desconfiaras de mí, viejo! ¿Pensás que me animaría a ‘recitarte un verso’?, se defendió sorprendido mi amigo. Disculpándome de mi exabrupto, lo palmeé y él retomó el objeto de su rememoración. Percibí que se iba a esforzar en describirlo lo mejor que pudiese:
-Lo recuerdo perfectamente. Era de un porte menor que alguno de los carromatos de circo pero en ningún aspecto comparable a un moderno ‘trailer’; semejaba, en todo caso, un furgón chico que no andaba sobre rieles o, más bien, un cubierto carruaje adaptado como casita rodante con una pequeña chimenea de latón que sobresalía en su techo, de lo que se deducía que algo podría cocinarse en su interior, soltó de un tirón, para tomar aire y agregar: -Te digo más en concreto, si querés: eso que también parecía la carrocería recién pintada de un colectivo viejo y que se transportaba a remolque tenía, en el costado que daba a la vereda, un gran ventanal que abarcaba todo su largo y que, abriéndose hacia arriba desde la mitad de su altura, era mantenido levantado por dos varillas oblicuas afirmadas respectivamente en uno y otro extremo de un extendido mostradorcillo, o ‘barra’, sobre el que se exhibía un par de campanas transparentes, llena de tibias empanadas, una, y otra, de facturas y sandwichs de miga. Detrás del frente de esa gran abertura pendía un letrerito que decía: “Chaquito: cafés, panchos, bebidas, sandwichs, gaseosas” y en el fondo asomaba un estante con algunas botellas de licores y de diferentes marcas de ‘whisky’.
De Chaquito lo que más se destacaba a los sentidos de un ocasional transeúnte, sumado a la permanente limpieza con una rejilla por manos de dos atentísimos mozos de almidonados chaquetas y birretes blancos, era el vapor proveniente del margen de la barra donde se asentaba ese plateado cilindro que de a chorritos y, a veces, de a pura gota, ‘tiraba’ los cafés e impregnaba el ambiente con su especial aroma.
Ciertamente, la llegada de Chaquito contribuyó a acrecentar el fenómeno de relativa prosperidad económica manifestado en esas fechas, ya que se anunciaba el inminente asfaltado de una ruta hacia el interior provincial y aquí en nuestra localidad se estaban produciendo algunas innovaciones edilicias como, por ejemplo, la construcción de varios pisos en alto para la futura Casa de Gobierno; y hacía poco se había estrenado la ‘aggiornada’ iluminación de la calle principal, denominada Vía Blanca debido a la claridad blanquecina emitida por el gas neón que, de manera muy obvia, opacaba el amarillento alumbrado común de otras zonas de la ciudad y cuya extensión coincidía con la de una red de altoparlantes que propalaba música y avisos publicitarios. Esta línea de largos y gruesos tubos fluorescentes expandía sus blancas luces en forma perpendicular a un eje representado por la avenida Alberdi y, desde un punto central ubicado sobre ésta, en perfecta simetría: por un lado, comprendía la entonces calle Tucumán (hoy, Perón) desde el cero hasta la avenida Belgrano y, por el opuesto, la llamada ¿Uruguay, todavía, o por esos días ya, definitivamente, Antártida Argentina? (la actual Íllia) desde su origen hasta la avenida San Martín. Debés darte cuenta de que cuando digo ‘punto central’ estoy significando el lugar donde hoy está emplazada esa vistosa y espigada escultura de planchas de acero soldadas que se estilizan apuntando al cielo y que en la época que refiero era el de una sencilla pero coqueta instalación metálica que elevaba su piso circular como a un metro del pavimento, protegido más arriba por un no muy alto corralito y coronado con una reforzada sombrilla; en otras palabras, aquella singular garita a la que por una escalerilla accedía el agente que dirigía el tránsito (con impecable uniforme azul y embrazadura blanca), presencia respetada por nuestros mayores pero que, lamentablemente, hoy en día brilla por su ausencia, dicho sea de paso con este expresivo clisé
-¡Uf, qué complicado sos!… ¡Me hinchaste el ‘marote’ con tanto embrollo!, protesté en ese momento.
-¡Bueno! Aguantá un poquito más, ya redondeo esto, dijo y prosiguió:
-¿Me vas a discutir que Chaquito tuvo una notable repercusión en los hábitos de los habitantes de la aún pueblerina Resistencia y, desde luego, en la fisonomía de su calle principal, a la que aportó un rasgo de gran urbe del mundo? Habiendo establecido su ‘parada’ en el exacto punto neurálgico del movimiento ciudadano, es decir, sobre la mano izquierda de casi el fin de la primera cuadra ascendente de la Antártida Argentina, a diez metros aproximadamente de su intersección con la transversal Rawson (hoy, Frondizi), y junto a la transitada acera y al reflejo de las luminosas vidrieras de esa gran tienda que te he señalado; desde ese puesto móvil -digo-, ubicado en tal lugar, Chaquito desplegó (aquí parafraseo a Lope de Vega) un verdadero “arte nuevo de hacer comidas” que convocó a lo más selecto de algunos grupos sociales de aquel tiempo. En efecto, durante unos cuantos años Chaquito estuvo de moda: fue el sitio de reunión de los ‘petiteros’, de algunos extravagantes niños bien, ya adictos a la incipiente ‘nueva ola’, de esos tipos que las iban de galanes y no consumían ni un vaso de agua pero que se arrimaban a la barra sólo a ‘echar pinta’ y a ver si por allí podían levantar alguna mina y de toda esa nutrida fauna de buscas, que siempre merodearon en sus inmediaciones.
-Tengo presente que ahí debuté con un cafecito y una medialuna, lo interrumpí.
-Y yo, más por mandarme la parte que por otra cosa, la primera vez me morfé un panchito con una Bidú cola, acotó él sin cuestionar nada ni hacerme ningún reclamo, tal vez ya satisfecho con cuanto se había explayado.
-De las gaseosas, yo prefería la naranja Crush.
-Nunca me olvido de que allí yo iba a buscar a uno de mis clientes de números fijos, que me salvó tantas veces al pagarme por adelantado los billetes de lotería. Esperándolo solía escuchar por los altavoces Nuestro juramento y la otra, también cantada por Julio Jaramillo: “En un bote de vela, la, la, ra, la…”-tarareó-¿Recordás ésa?
-¡Está bien, ya! ¡Te pasaste, viejo! ¡Ni a palos te agarra a vos el Alzheimer!, terminaba yo de decir pretendiendo ser gracioso, cuando él se largó una carcajada que al unísono coreé muy espontáneamente.
Al finalizar nuestro coloquio, mi amigo y yo caminamos juntos un trecho. Y nos despedimos con el compromiso de citarnos lo antes posible (dado que sospechábamos que no nos habría de quedar ya “mucho hilo en el carretel”) para reanudar el cordial chamuyo que obligadamente debimos dejar en suspenso, lo que equivaldría a repetir la celebración de un auténtico sinceramiento –que ambos necesitábamos de vez en cuando-; y así entonces, en ese próximo encuentro, volver a distendernos con la afectuosa ilustración de esa galería de estampas configuradas cincuenta y pico de años atrás, que aún atesorábamos en nuestras almas.
Esta nota fué publicada en el suplemento Chaqueña del día
30 de Agosto, 2014.
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